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Superficie forestal, bosques y planificación territorial, una compleja relación

 

 

¿Es nuestro planeta azul, también de color verde? En respuesta a esta pregunta, seguramente algo naíf, podemos argumentar que como mínimo dos terceras partes de la superficie terrestre corresponden a terrenos agrícolas y forestales, según datos de la FAO. De toda la superficie mundial de tierras, un 30% son bosques, que en el año 2015 ocupaban 3.999 millones de hectáreas, una cifra inferior a las 4.128 millones de hectáreas existentes en 1990, según la misma fuente. Las distribuciones son muy desiguales entre regiones: mientras los bosques en Asia representan el 19% de la superficie, en Europa (incluida la Federación Rusa) alcanzan el 46% del territorio, pero hay países como la Guayana y la Guayana Francesa, Suriname, la República Democrática Popular de Laos o las Seychelles, donde los bosques representan más del 80% del territorio.

La gran heterogeneidad de datos existente entre países y regiones se explica, tanto por las características climáticas, geomorfológicas, litológicas y el relieve, como por la presión antrópica y su relación con los usos del suelo; es decir, del equilibrio agroforestal que mantenga el territorio,  del modelo económico productivo, modelo energético y formas de  organización social, cultural (patrones de consumo por ejemplo) y política. Mientras que por razones climáticas, la superficie boscosa es muy escasa en las regiones desérticas o semidesérticas del norte de África y de Asia occidental, en otras latitudes, la desforestación es causada por la actividad humana. Y curiosamente, mientras que la desforestación de bosques templados europeos y norteamericanos fue muy intensa desde la revolución industrial hasta principios del siglo pasado, la tendencia se ha invertido y ahora, con el capitalismo global, son los bosques tropicales los más afectados y la agricultura industrial es la causante del 70% de la desforestación en América Latina (FAO, El estado de los bosques del mundo, 2016).

Una precisión terminológica que cabe tener en cuenta es la distinción entre los conceptos de “superficie forestal” y “bosque”, una diferenciación también aparentemente naíf pero no exenta de polémica. Mientras que la primera es una definición que incluye no solo la superficie arbolada sino también zonas arbustivas, matorrales, prados, pastos y vegetación de ribera (hay definiciones más amplias que añaden las tarteras, aguas continentales, playas, zonas yermas e incluso glaciares), el bosque es aquella superficie con cubierta arbórea, densa o clara,  que incluye bosques de ribera, reforestaciones y plantaciones forestales. Podemos afirmar, pues, que si bien todos los bosques son considerados superficie forestal, no toda la superficie forestal está compuesta de bosques.

Pero no existe un consenso entre países ni colectivos sociales acerca de su definición, a pesar de su importancia para desarrollar políticas de prevención, gestión y planificación al respecto. Por ejemplo, hay diferencias entre los porcentajes que distinguen un bosque denso de uno claro y puntos de vista discordantes sobre si las plantaciones forestales, a menudo de especies no autóctonas, deben ser consideradas bosque o no. En este sentido, la FAO define el bosque como aquella superficie a partir de media hectárea de extensión, con árboles de 5 metros de altura (o que pueden llegar a serlo) y que disponen de una densidad de copa superior al 10%. No distingue, así, entre plantaciones y bosques primigenios. El debate también gira entorno a si cabe integrar en estas definiciones, no solamente los árboles sino todos los seres vivos, animales, vegetales y humanos, que forman parte del mismo ecosistema y que pueden verse amenazados con las substitución de bosques por plantaciones forestales.

La consideración acerca de la función de los bosques también ha cambiado y se ha ido ampliando ya que, a su función tradicionalmente productiva y socio-laboral hay que añadir su valor patrimonial y simbólico, signo de identidad, recreativo pero también ecológico y protector (regulador climático, captador de carbono y generador de oxígeno, protector del suelo y del ciclo del agua, refugio de especies.) De manera que tanto por su variedad de funciones, por su gran extensión en algunos países y regiones así como por sus amenazas (la tala, las actividades extractivas y contaminantes, la expansión agrícola de monocultivos a gran escala y de pastos) y problemáticas que debe afrontar como el cambio climático, los grandes incendios forestales o la pérdida de biodiversidad, cabe integrarlos como un elemento más en la planificación territorial.

El reto es complejo. Los procesos de planificación deben realizarse de forma participativa, donde el debate conceptual, pero también el desarrollo de herramientas de planificación y gestión forestal se sitúen en el centro. La protección de los colectivos más vulnerables como los pequeños propietarios agroforestales y comunidades indígenas que dependen de la pervivencia de estos espacios debería ser prioritaria.  Algunas iniciativas para reforestar tierras como la Global Restoration Initiative (20x20 Initiative en América Latina y Caribe, la AFR100 y Re-Greening en África) del World Resources Institute junto con gobiernos y agentes económicos y financiación internacional, son protestadas por otras organizaciones como el Movimiento por los Bosques Tropicales, y organizaciones como Salva la Selva y TimberWatch. La necesidad de confrontar puntos de vista apremia y es más necesario que nunca implementar formas de planificación forestal.

Si es de vuestro interés, en próximos post, profundizaremos en esta cuestión.

Roser Rodríguez Carreras

Profesora e investigadora del Departamento de Geografía de la Universidad de Barcelona. Colaboradora del Máster en Planificación Territorial y Gestión Ambiental en UNIBA.

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