Logo
icono de la noticia

Gabriela Wiener o la poética del erotismo

 
gabriela wiener

El Festín de los Perversos

El mal y el vicio son atributos inherentes al alma humana. Una de las más célebres  disquisiciones de Santo Tomás para probar la existencia del ente divino es el argumento del diseño, reformulado recientemente, en versión laica, por el científico Stephen Hawkins con toda la parafernalia de ecuaciones y diagramas correspondientes. Dios, en su infinita bondad, fabricó un mundo a su imagen y semejanza: perfecto, milagroso, infinito, armónico y cabal; prácticamente a la medida de las sonatas del iracundo Beethoven. El principal problema con el que topa el argumento del diseño es el de la existencia del mal: de la imprecisión del reloj se infiere la impericia del relojero. ¿Caben el vicio, la corrupción, el morbo y la depravación en el argumento del diseño inteligente? Lo cierto es que, en un plano literario, el aterrador Marqués de Sade, los poetas malditos, Bukowski y algunas almas arrojadizas como Gabriela Wiener representan un cortocircuito insalvable en el armónico argumento tomista: son un primoroso cráter lunar, una soez verruga en el rostro angélico, una inoportuna disonancia en la armonía de las esferas celestes.

El vicio y la corrupción moral están, pues, a la orden del día; son más reales que el hambre que padecemos, colman el aire que respiramos y hallan en la crónica de la peruana Gabriela Wiener un espacio nuevo de debate y reflexión. Gabriela Wiener es, ante todo, la lucidez insolente. El estilo de Wiener es sucio, grotesco, desgarrador, underground; pero sorprende, a su vez, por su clarividencia y sagacidad. Su periodismo gonzo penetra en lo más íntimo de nuestras impudicias y las hace rotundamente manifiestas. Su obra Sexografías, por ejemplo, que compila buena parte de sus crónicas, acata el credo del autoproclamado Nuevo Periodismo peruano que apuesta por la no ficción y que revela un bullicioso interés por las prácticas más bizarras y extremas de nuestros congéneres. Con todo, lo que interesa de verdad en la crónica de la autora no es tanto la evidencia como la franqueza y la espontaneidad de su voz, su esencialismo lingüístico. En ese sentido la podríamos hermanar con Amélie Nothomb, Lina Meruane y Édouard Louis y podríamos considerarla deudora inequívoca de Hunter S. Thomson y del realismo sucio estadounidense: Bukowski, John Fante o Richard Ford, entre otras hambrientas almas descarriadas.

El proyecto de Wiener es, sobre todo, fair play: sinceridad e interés por sacar a relucir desde la experiencia propia el lado oculto de lo cotidiano, por poner al descubierto todos aquellos usos y costumbres que, por decoro, restaban en las sombras en el armario de nuestras desvergüenzas. La propia autora habla de su obra como de un “ensayo del yo”. Podría atribuírsele a Wiener, guardando las distancias, aquella máxima de los essais montaigneanos: “yo soy mi física y mi metafísica”.

Los valores éticos son, ante todo, cuestión de modas y costumbres y el amor cortés ya no se lleva. Vivimos en la sociedad de la velocidad, del sexo exprés, del galanteo vía whatsapp, tinder, grindr, badoo y otras jugosas variantes estratégicas; liberados del condicionamiento religioso y esclavizados en la lógica de un presentismo perpetuo. Consciente de ello, Wiener aboga, con toda legitimidad, por dar voz a esos nuevos usos y costumbres, hasta ayer alternativos, pero que atizan impetuosos en las puertas de un nuevo milenio llamado a ser picante y truculento: “mis libros”, confesará la autora “tratan de cómo romper los condicionamientos de pareja, de cómo ser madre, de cómo relacionarte con tu cuerpo o cómo vivir la sexualidad”. En su antología de crónicas periodísticas, Mejor que ficción, Jorge Carrión dirá, justamente, que la crónica, hoy día, no es un género, sino un debate, una incansable problematización del yo y de la realidad que le circunda; como lo ha sido acaso gran parte de la literatura de todos los tiempos.

Las hibridaciones de la crónica actual son, por cierto, infinitas. De ahí que Eloy Fernández Porta emparente a Wiener, Jaime Rodríguez Z., Jorge Carrión y  Javier Calvo con el spoken word o performance. Algunas crónicas de la autora recopiladas en Llamada perdida fueron, de hecho, guiones radiofónicos o tiras de cómic antes de convertirse en lo que son. La interdisciplinariedad es consustancial, pues, a la crónica de la autora.

La última obra de Wiener, Llamada perdida, es la apuesta autobiográfica de una mujer que quiere exhibirse, mostrarlo todo y que busca explicarse con todo lujo de detalles en torno a temas tan recónditos como la maternidad, un intento fallido de trío o sus maniobras masturbatorias para anticipar el cénit.  El título de la obra, en una clara alusión u homenaje a las Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño, nos recuerda que lo primero que hizo la autora al llegar a Barcelona fue comprarse Los detectives salvajes: “Yo quería seguir viviendo la ciudad del Bolaño de las putas, de las borracheras, de los detectives. Me di cuenta que aquí estaban algunos de los personajes reales de las novelas de Bolaño”. Esa es, por cierto, la Barcelona de Gabriela Wiener: la que nadie quiere ver, la que silencian ciertos medios, la que nos autocensuramos; la otra cara de la moneda en el armónico argumento del diseño inteligente.

Bernat Garí

Profesor del Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana.

Comparte este Post: