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Adaptar o no adaptar, esa es la cuestión absurda

 

Cada vez que asistimos a una representación de teatro clásico europeo en que personajes como Don Juan, Hamlet o Segismundo van de traje y corbata, la incomodidad de ciertos espectadores puede manifestarse desde la mueca de desaprobación hasta el levantarse de la butaca a media representación para abandonar el teatro. Nosotros, ingenuos cosmonautas de la posmodernidad, que creíamos muerta y enterrada la vieja Querelle des Anciens et des Modernes, presenciamos maximizadas por las redes sociales aquellas polémicas vinculadas a la fidelidad y a la imitación. Corneille y sus contemporáneos se sacuden el polvo y entran en la arena digital.

Siguiendo a Patrice Pavis, toda relectura de los clásicos es una adaptación –incluyendo nuevas interpretaciones, traducciones a otras lenguas y por supuesto, puestas en escena–, por lo que descartamos de entrada la pretensión quimérica, imposible, de una representación totalmente purista de cualquier obra clásica. Nos falta demasiada información para reconstruir en su integridad la experiencia de una escenificación del Siglo de Oro y, aun en el caso de que la tuviéramos, nos encontraríamos con un escollo infranqueable: el paso del tiempo. Los grandes dramaturgos de los siglos XVI y XVII escribían para el público que les era contemporáneo, con el que buscaban esa conexión única que viene determinada por la situación histórica y social de un lugar y de una época. Intentar reproducir hoy esa conexión con un espectador que ya no existe, no deja de ser un delirio formalista, un ejercicio académico de naturaleza museística que atenta contra la esencia propia del arte dramático, que se basa en la inmediatez del aquí y del ahora. Víctor Hugo en el Prefacio a Cromwell arremetía contra esta pretensión: «Imitar la perfección de los antiguos es imposible porque ya no somos paganos y nunca el público actual podrá sentir lo mismo que sintió un griego o un romano».

Por tanto, restaurar el teatro clásico para la escena implica conseguir que vuelva a pasar electricidad por sus antiguos circuitos y no simplemente sacar a pasear un cadáver, por más maquillado que esté. De modo que la actualización, y en general cualquier trabajo de adaptación, forma parte de un proceso natural del que no podemos escapar aunque lo intentemos. «Las adaptaciones no es que sean necesarias, sino inevitables», afirmaba el dramaturgo Ignacio del Moral. Creer lo contrario es, además de pecar de ingenuidad, hacerle un flaco favor al patrimonio teatral del Siglo de Oro, pues una escenificación pretendidamente arqueológica reduce el potencial significativo que puede ofrecernos un clásico en la actualidad. Es dinamitar un puente entre el mundo de ayer y el mundo de hoy.

Hechas estas salvedades, es necesario añadir que hay distintos grados de adaptación y sensibilidades en los dramaturgistas. Desde aquellos que sufren por tocar una coma hasta aquellos a quienes no les tiembla el pulso para demoler el templo de la obra áurea con el objetivo de construir con sus ruinas un edificio vanguardista. Afortunadamente, el campo del arte es ancho para que quepan las más diversas propuestas y el clásico, por definición, es capaz de soportar –y lo hace indolentemente– tanto el paseo con almohadas como el descuartizamiento.

En la posmodernidad, no obstante, estamos acostumbrados a ver todo tipo de experimentos que tensan en mayor o menor medida las lecturas e interpretaciones que las obras de teatro clásico admiten y que, a veces, tienen su origen en malas lecturas del texto. Allí es donde el filólogo y todo investigador del teatro clásico europeo tienen una tarea inexcusable. Si no, podemos encontrarnos con montajes que hacen decir a las obras lo contrario de lo que aparece en sus textos, sin ser esa la voluntad del director o dramaturgista. ¡Cuántos montajes clásicos suben al escenario tomando como base textos con errores que los responsables desconocen! Que el filólogo fije los textos y asesore a una compañía teatral no impide que se realice una versión posmoderna: al contrario, al comprender mejor la base textual, los desvíos para significar y resignificar se tomarían con mayor conciencia y el debate artístico enriquecería el montaje.

En suma, cualquier propuesta actual que se haga con el patrimonio cultural debe ser bienvenida, desde la más conservadora a la más vanguardista, porque no sólo con las obras de nueva creación avanza el arte, sino también con las adaptaciones y versiones de obras anteriores. A aquel espectador airado que a grito de «¡Traición!» abandona el teatro a media representación por el mero hecho de que Romeo y Julieta sean ejecutivos, gánsteres o robots, sería suficiente con recordarle que ya entonces Shakespeare estaba adaptando para la sensibilidad isabelina una obra anterior del Renacimiento italiano y que Cervantes en la Tragedia de Numancia vistió a los legionarios romanos como si fueran tercios de Flandes. Ellos, como nosotros, pensaron en el teatro como un ritual que necesita la conexión fuerte de un público, más allá de la mera expectación pasiva, y no se detuvieron con remilgos a la hora de reutilizar materiales antiguos para resignificarlos. De modo que levántese quien quiera de su butaca, pero no lo haga en nombre de los clásicos.

 

Gaston Gilabert

Profesor del Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana en UNIBA

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