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De aurigas inmortales: constelación y amuleto

 

En su vigésimo quinto aniversario, la reedición de De aurigas inmortales, volumen merecedor del accésit del Premio América de Poesía, confirma la autenticidad e importancia del primer poemario publicado por Vicente Cervera Salinas. La obra impacta por su doble originalidad: originalidad en el sentido de innovación y en el de regreso al origen.

Por un lado, De aurigas inmortales resulta un poemario innovador debido a dos aspectos de suma actualidad: la hibridez –nos hallamos ante monólogos dramáticos de creadores dirigidos a sus seres amados– y la atención concedida a la mujer –motor de numerosas composiciones y pensamiento recurrente de muchos de los creadores antes de fallecer, según demuestran las fechas situadas junto a los títulos de los poemas en el caso de Novalis (1801), Pessoa (1935), Pavese (1950), Shelley (1822), Machado (1939) o Stevenson (1894)–. Por otro lado, De aurigas inmortales evidencia su originalidad al sumergirnos en un «grácil manantial» –como escribe Vicente Cervera (2018: 6) en “A Georgette Philippart (1934)”– perpetuo y primitivo, en el origen de toda gran aventura: el amor. Una originalidad, por tanto, doble la de Vicente Cervera como poeta: moderniza sin perder de vista una tradición –recordemos, por ejemplo, la Heroidas, de Ovidio– y, a la vez, responde con sinceridad a su destino poético –domina la palabra, su material de artista–.

Recordemos un instante el célebre El caminante sobre el mar de nubes (1818) de Caspar David Friedrich. En los labios de este viajero podrían descansar los versos que Stevenson quizá dedicase “A Fanny Van de Grift (1894)”: «…De vuelta estaré caminante/ sobre el frágil territorio que tan sólo consintió/ ser sometido por los pasos nunca hollados por razón/ hecha de sal y hecha de alientos. De vuelta/ sobre el peso de las olas que me inician/ en el rito de la gloria, caminante inadvertido/ en el esquife de la aurora,/ bajo el rígido epitafio esperaré» (Cervera Salinas, 2018: 64). En el poemario, por cierto, advertimos caminantes solitarios como Rilke en “A Clara Westhoff (1913)” –«A la tarde, recorrí sobrios caminos/ y las rocas me ofrecieron hospedaje/ y compañía» (Cervera Salinas, 2018: 65)– o acompañados, como J. Guillén en su poema “A Germaine Cahen (1920)” –«…Caminamos todavía/ por la cegada senda y sinrazón/ no germinada» (Cervera Salinas, 2018: 47)–.

Hallamos en De aurigas inmortales un espíritu romántico e inquieto. El movimiento –referido en el poema y materializado formalmente en el mismo– no cesa. Cada composición se asemeja a un caballo de la biga, a una «yegua desbocada», como leemos en “A Ophëlia Querioz (1935)” (Cervera Salinas, 2018: 31), o, más bien, a una yegua predispuesta a desbocarse, pues los sujetos poéticos contienen a sus criaturas y aún así estas nos arrasan en su carrera hacia el deseo inalcanzable. Como se recoge en “A Virginia Clemm (1846)”: «se acelera/ cuando el ritmo y la mirada/ reconocen un latido prisionero/ que navega por su estímulo impulsado/ y recoge tras los vanos de su celda/ todo el rastro del entorno en invisible precisión» (Cervera Salinas, 2018: 59). Durante esa carrera irresistible suceden caídas y tropiezos reveladores. Por ejemplo, en el poema “A Nathaniel Hawthorne (1847)”, por parte de Herman Melville, leemos: «Te diste de bruces/ con tu inmenso y libre, fiel/ destino» (Cervera Salinas, 2018: 61); el poema “A Gala (1923)”, de mano de Paul Éluard, comienza así: «Súbita surge en mi valle./ De labios y fugas su cuello/ si beben la luz no saciada./ Su cuerpo,/ sensible al tropiezo imprevisto/ desnuda el acecho que embriaga./ Su piel ilumina la voz/ de la huida/ y en raptos fugaces –conjuros–/ resuelve tibiezas del alba» (Cervera Salinas, 2018: 67). En esta última composición citada, además, descubrimos el término conjuros, un vocablo muy pertinente, pues las composiciones de Vicente Cervera también poseen algo de hechizo.

Desde el arranque del poemario comprobamos la capacidad de encantamiento de estas letras. El poema “A Sophie von Kühn (1801)”, firmado por Novalis, se inicia así: «Desvanézcanse los círculos dantescos/ en mi noche y aparezca declarada la renuncia/ frente a toda tentativa de palabra/ o de blasfemia./ Que no viva, que ya nunca sobreviva en el poeta/ un veredicto acusatorio, ni se erija como el astro/ que perdona cuando olvida/ toda flor azul» (Cervera Salinas, 2018: 17). He aquí un sortilegio y una declaración de intenciones: se expresa el deseo de correspondencia amorosa y, al mismo tiempo, su dificultad debido a lo que Vicente Cervera denomina en un ensayo así titulado El síndrome de Beatriz –la imposibilidad de satisfacción amorosa debido a la ausencia del ser amado–. En dicho poema encontramos, además, una referencia al “Infierno” de Dante, aunque la presencia del florentino también se percibe en la «Beatrice insepulta» en “A Fanny Mercier (1869)” (Cervera, 2018: 22) e incluso en la estructura tripartita de la obra –“Credos”, “Pastos de las llamas” y “Atrás”–.

La producción poética de Vicente Cervera se iniciaba con juventud e incuestionable madurez. La belleza –casi tangible a través de la plasticidad de las imágenes–, la musicalidad –con especial atención al ritmo–, la geometría –el círculo, el cuadrado (Cervera, 2018: 30), el ángulo, el rombo (Cervera, 2018: 42)– y el interés por la cultura –visible en las referencias o en el léxico empleado– son elementos que entretejen su obra poética y que ya advertimos aquí. En De aurigas inmortales todos los aspectos actúan armónicamente y generan la impresión de un volumen-joya, un poemario que funciona también como amuleto. De aurigas inmortales, escribe Vicente Cervera, y nos sitúa en un estadio intermedio entre el suelo y el cielo.

Veamos la portada actual del poemario. La imagen de la cubierta, de ciskox, nos ofrece en un primer vistazo el perfil de un auriga tumbado. Si acudimos a los créditos, advertimos que la ilustración remite a la sierra de Segària, la cordillera que recuerda a un gigante de piedra dormido –en la portada, sin embargo, aparece bien despierto–. Aire y tierra, como demuestra la cubierta y descubrimos en la lectura, fusionados. Los aurigas son los destinatarios de cada poema, conductores de la inspiración poética, cocheros de letras eternas tras los que se expresan supuestos autores y el verdadero creador –ese «joven acompañante de aurigas inmortales», según reza la cita de Parménides al inicio del poemario–. Los lectores y acompañantes de los aurigas nos asomamos, desde la cima del sentimiento humano, al abismo emocional de estos veintiocho seres palpitantes, al alma que Platón alegorizó mediante el auriga y su carro alado. Veintiocho poemas que conforman uno sin dejar de exhibir, cada composición, sus particularidades; he aquí algunas de ellas: la comentada flor azul de Novalis en “A Sophie von Kühn (1801)” (Cervera Salinas, 2018: 17); los dos años que Kierkegaard aguarda para declararse “A Regina Olsen (1843)” –«Regina amada:/ dos años con su número de días» (Cervera Salinas, 2018: 19)–; las referencias religiosas y la llegada a Irlanda de Hopkins en “A Robert Bridges (1885)” –«…rememoro la mañana/ dublinesa que crucé el solar vacío e interné/ mi voz doliente y reflexiva hacia el fuego/ de tormenta y confesión» (Cervera Salinas, 2018: 27)–; las alusiones gongorinas como guiño a la tesis doctoral de J. Guillén en “A Germaine Cahen (1920)” –«Era del canto la abierta alegría…»  (Cervera Salinas, 2018: 47)–; la arena o el artificio de Borges en “A María (1985)” – «…el frágil centro/ se cifra en cada grano de la arena» (Cervera Salinas, 2018: 51)–, o el léxico marítimo empleado por Melville en “A Nathaniel Hawthorne (1847)” –«…La bahía/ desde el infinito mar. La dulzura/ de este súbito naufragio» (Cervera Salinas, 2018: 62)–.

Comprobamos, en definitiva, que la empatía del poeta es absoluta. Se deja asaltar por distintos caracteres y a todos ofrece su voz. Retornamos a la cubierta. En la imagen, la cordillera humana va acompañada de un cielo nuboso y la enmarca un azul intenso, el tono azur de la heráldica. De nuevo nos situamos entre el cielo y el suelo. Esta nueva edición de De aurigas inmortales nos permite atesorar un fragmento celeste –la conocida como constelación del auriga o del cochero robada a las alturas– y, a la vez, constituye una joya de lapislázuli –azul, grisácea y brillante–, amuleto para los lectores de hoy y del futuro.

 

Berta Guerrero Almagro

Profesora del Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana

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