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El héroe y la lepra

 

Qué duda cabe de que se ha escrito mucho, muchísimo, aunque quizá no lo bastante (desde luego, sería obligado revolverse contra quien tratase de dar expediente a cuestiones tales) acerca de la irreductibilidad entre épica y novela. Sin pretensión de sentar tesis alguna a propósito del particular, sí quisiera, sin embargo, deslizar algunas consideraciones al respecto:

Primero. Por perogrullesco que suene, empecemos recordando que la épica es indisociable de la figura del héroe, lo que significa que a la possibilitas de la épica le es inherente que quepa trazar figura de heroicidad. De esto se sigue, deductivamente, que, allí donde tal trazabilidad brille por su ausencia, no solo no habrá, de iure, “héroe” (por más que, de facto, nuestro aparato fonador persevere en la expresión de semejantes decaedros regulares), sino que, consecuentemente con esto, tampoco lo épico mismo será ya de suyo construible. ¿Qué lo será, si es que algo lo es? La novela.

Segundo. El espacio del héroe es la communitas, el vínculo, el límite. En sentido estricto, no hay comunidad sin vínculo: si lo común de la comunidad no presenta carácter vinculante, a saber: no-contingente, irrevocable, entonces no es, conforme a derecho, “lo-común de la comunidad”. Por otra parte, no hay vínculo sin límites constitutivos, lo que significa que, si el vínculo es rigurosamente tal, lo es en la medida en que funda una distancia; de lo contrario, si el vínculo se pretendiera omniabarcador, nada quedaría fuera de su alcance y, por tanto, en sentido estricto, nada (se) vincularía con nada. La distancia estatuye lo intrínseco por contraposición a lo extrínseco: aquende, la tierra de “nuestros padres”; allende, la barbarie.

Tercero. Es de notar, pues, que el héroe habita la tierra. En efecto, porque la comunidad constituye el terruño, su vector de sentido se ensarta en las raíces (índice de pertenencia a esta o aquella comunidad), lo que comporta que la vida de cada nativo se articula íntegramente en función de “aquello” en lo que ya de antemano se está. Peor que la muerte es (en vista de lo dicho) el des-arraigo o el des-tierro, comoquiera que, mientras que la muerte heroica representa el cumplimiento de la empresa común (su completud), la expulsión apareja, en cambio, la irremediable pérdida del suelo. En este sentido, la muerte nunca es irreductiblemente “propia” (se disuelve el héroe, pero queda la hazaña), esto es: a la muerte siempre le corresponde cierta alienidad (a ella se llega, a menudo impersonalmente, como quien le pisa los talones al destino, al final de la epopeya y en coherencia con el curso de la misma). El ver la propia muerte como vertiginosamente “propia”, el saberse vertiginosamente abocado al trance de tener que encararla y asumirla en su inaplazable absurdidad, etcétera, todo esto ocurre cuando (y solo cuando) la communitas y, por tanto, el héroe mismo se han desvanecido sin retorno.

Cuarto. Tirando del hilo del destierro, bien se me alcanza que, desde cierto texto de Foucault, la circunstancia del héroe desterrado es en buena medida homologable a la del leproso. El simulacro de inhumación al que en la diócesis correspondiente se sometía al afectado por la lepra arroja cierta luz acerca de lo que hemos sugerido más arriba a propósito de que la (auténtica) muerte no es, sin más, la muerte, sino la exclusión “más allá de las murallas de la ciudad, más allá de los límites de la comunidad” (cf. Foucault). El ulterior reemplazo de tal modelo por otro, el de la peste (en torno a los siglos XVII y XVIII, según interpretación foucaultiana), reemplazo que lo es, en particular, del destierro por la cuarentena, de la exclusión por la inclusión, etc., resulta indicativo de hasta qué punto a comienzos de la centuria ilustrada ya no cabe trazar lo que antes hemos denominado figura de heroicidad (en sentido fuerte). Digamos, pues, que se hace patente que la infranqueable distancia inter-comunitaria ha saltado por los aires, se ha hecho añicos, a saber: ya no hay este lado y aquel otro, ya no hay un “dónde” en el que echar raíces, lo que significa que también se ha esfumado la correlativa posibilidad del desarraigo. Desaparecida la comunidad, el único castigo posible es el “examen perpetuo”, “sin descanso” (cf. “En tanto que la lepra exige distancia, la peste, por su parte, implica una especie de aproximación cada vez más fina del poder en relación con los individuos, una observación cada vez más constante, cada vez más insistente”). En efecto, con el límite se difumina la distancia y con ella la comunidad, en cuanto que “comunidad” no es otra cosa que distancia (entre lo intrínseco y lo extrínseco, lo propio y lo ajeno, etc.). ¿Qué queda, entonces? Ya no la muerte en la que todos mueren y en la que se cumple lo de todos, sino la pura i-limitación, la homogénea unicidad del “ahora”, el que tan posiblemente propio sea esto como lo contrario de esto; en breve: una muerte tal que, si bien, mientras se vive, un instante sucede absurdamente a otro y a otro y a otro, sin embargo, también absurdamente, parece que uno de ellos ha de acabar siendo el último.

Quinto. Si el vuelco descrito es legítimamente pensable como tal, entonces se perfila una vía de respuesta a la pregunta por la moderna imposibilidad del épos. Apuntemos, sin embargo, que el desarrollo de la cuestión requeriría, entre otras muchas cosas, definir pertinentemente la diferencia insalvable entre Grecia y el Medievo (entre el épos griego y la epopeya medieval) a efectos de esclarecer en qué sentido cabría convertir en tesis la por ahora titubeante suspicacia de que la novela y la peste entallecen sobre las ruinas del héroe y la lepra; o en qué sentido quizá no sea del todo osado aventurar que la novela constituye la mejor interpretación de por qué es esencial a la épica que ella misma haya de acabar perdiéndose.

 

Pol Ruiz de Gauna

Profesor de UNIBA

 

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