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Hacia una realidad diversa: propuestas desde el teatro y el cine contemporáneo

 

El pasado 22 y 23 de febrero de 2019 los espectadores de Barcelona se enfrentaron en el Teatre Lliure a Die 120 Tage von Sodom (‘Los 120 días de Sodoma’), dirigida por Milo Rau. Se enfrentaron, reitero (nos enfrentamos, para ser más exactos), porque el papel de público en una obra de Rau te aleja radicalmente de la pasividad del tradicional espectador burgués; la audiencia que se adentra en una obra del director suizo sabe que participa de un ritual que le obligará a tomar partido ético y emocional. El público de Rau redescubre las posibilidades del teatro, de este arte ancestral, y se interna en un mundo de interrogantes que discurren desde el conflicto que la propuesta escénica presenta hasta los propios límites sobre lo representable sobre el escenario.

Milo Rau es un galardonado director de escena suizo con una larga trayectoria a sus espaldas. En Barcelona ya había sorprendido en el 2017 con Five Easy Pieces (en el Teatre Lliure) y el pasado 2018 en el Festival Grec con El ensayo. El hilo conductor de las obras de Rau se basa en una reflexión sobre qué es el teatro hoy día, cuáles son sus límites y hacia dónde podemos dirigirlo. Die 120 Tage von Sodom es una propuesta gestada por los actores del Schauspielhaus de Zürich y la compañía Theater HORA, un grupo formado por personas con capacidades intelectuales diversas, con una aparente discapacidad intelectual que se disipa en el escenario con sus interpretaciones. La obra, que sitúa al espectador en la intersección entre la realidad y la ficción, sorprende desde la propia elección de la propuesta para este elenco. Die 120 Tage… recrea, a través de un juego metaficcional, la conocida –y controvertida- película de Pier Paolo Passolini Salò o le 120 giornale di Sodoma (1975). Esta dramática y terrorífica propuesta del director italiano estaba a su vez basada en la obra del Marqués de Sade. En la película, un grupo de fascistas rapta a unos jóvenes chicos y chicas sobre los que cometerán todo tipo de torturas, violaciones y actores sexuales violentos. Se construye, por tanto, entre Rau, Passolini y Sade, un juego de espejos macabro que ahonda sin miedo en el espacio más terrible y desaprensivo del alma humana.

Como ya adelantábamos, la obra de Rau explora los límites de la representabilidad y, especialmente, nuestros propios límites como ciudadanos y como sociedad. La propuesta se construye a partir de tres planos intercalados, simultáneos y complementarios a lo largo de la representación, cuyas fronteras aparecen difusas unas veces y ampliamente delimitadas otras. En primer lugar, hallamos el plano de lo real. Este estadio rompe con las reglas tradicionales de la ficción y trabaja con las propias experiencias de los actores, en un registro naturalista contemporáneo en sentido posmoderno. En la dramaturgia del espectáculo, este plano enlaza con los conflictos que el texto de Sodoma propone. En estas secuencias se incrementa la atención (aunque no de forma exclusiva) en los actores con Síndrome de Down, el grupo más numeroso del elenco. Ellos reflexionan sobre cuestiones que durante mucho tiempo la sociedad les ha negado: el amor, las relaciones de pareja, el sexo, la imposibilidad (impuesta por la sociedad) de tener hijos o recuerdos traumáticos, como la vasectomía obligada o la violación que algunos de ellos sufrieron. Otro de los momentos álgidos en este plano se construye cuando uno de los actores del Schauspielhaus de Zurich narra como él y su mujer decidieron abortar al saber que su hijo tendría Síndrome de Down, ante el temor a no poder atenderlo o el miedo a tener que dedicarle demasiado tiempo. Una cámara fija en su cara, que se proyecta en una pantalla gigante en la escena, junto a uno de los actores con Síndrome de Down, aumenta el sentido trágico de este controvertido relato. En este plano se fusiona testimonio, vida y ficción, y se sitúa a la sociedad frente a sus propios estigmas, sus juicios (¿acaso ellos y ellas no pueden también amar?) y sus miedos.

En un grado superior de ficción encontramos el plano de lo teatral, el de la convención escénica, aquel que se construye bajo la pregunta: ¿Cómo podemos representar el horror? En este estadio se reparten los roles de la representación a vista de público, se conduce hacia las escenas de Salò de Passolini o se recrea, de forma didáctica, cómo debe mostrarse una violación en escena o un acto erótico. Este plano incrementa su sentido desde el acto expectatorial. En este arte convivial que es el teatro, la función de esta reflexión aumenta ante la presencia del público, que multiplica su fuerza desde nuestros propios prejuicios. Sí, desde nuestros prejuicios como sociedad y como individuos, desde aquello que le permitiríamos representar a cualquier intérprete y que dudamos que puedan (o que deban) llevar a cabo actores con otras capacidades intelectuales: el erotismo, la belleza, la desnudez, la dulzura, el amor o la pasión, incluso los actos más oscuros de violencia que la obra construye.

Esta situación comprometida ante el espectador se incrementa en el último plano, el de la ficción. En él se desarrollan diferentes escenas extraídas o inspiradas en la película de Passolini. La obra ya se inicia, incrementando su sentido provocador, ante una gran mesa que evoca a la imagen pictórica de la última cena, que representan los actores y actrices del Theater HORA. Esta no será la única referencia bíblica, sino que la obra finalizará crucificando a una de las actrices principales, en una enorme cruz que corona la escena, en el centro, durante toda la obra. En este último plano explotará, desde la ficción, la crueldad y la poesía (en su sentido más artaudiano), la ceremonia del horror y la belleza: las hermosas escenas sexuales interpretada por dos actores con síndrome de Down, cuyos cuerpos desnudos y sus caricias lentas son grabadas por una cámara que amplía y despierta una honda poesía escénica; las imágenes depravadas y grotescas de la cena donde todos se alimentan de heces, la visión de las violaciones… hasta llegar, al final, a la representación esperpéntica de la tortura donde los actores del Theater HORA son torturados y mutilados, en un efecto teatralista que trabaja desde convenciones cinematográficas.

El público del Lliure aplaudio largamente la obra, y con sus aplausos también buscaba el reconocimiento; desde sus ovaciones reconocía un teatro político, una propuesta arriesgada que golpea a toda la sociedad. No estábamos valorando a ese elenco como personas con capacidades intelectuales diversas, sino como actores y actrices que habían conseguido despertar en nosotros aquello que el teatro nunca debe perder: la crítica, la reflexión, la duda, la belleza y el horror, también el horror.

Este año hemos vivido en España cómo Jesús Vidal, actor en la película Campeones (2018, dir. Javier Fesser), lograba el galardón a Mejor Actor Revelación en la gala de los Goya. La ternura de la historia de este film nos emocionaba a todos, pero el discurso de Jesús Vidal en los Goya nos golpeaba y nos situaba ante una nueva realidad social. Su discurso reivindicaba, como llevaba al extremo la obra de Milo Rau, un nuevo espacio de diálogo social que cambia las reglas del juego en las relaciones de nuestra sociedad. Estos actores y actrices no nos posicionan solo ante la necesidad de integración, sino que reclaman y defienden respeto, reconocimiento y valoración. No es ahora nuestro momento de opinar, sino de escuchar sus realidades y sus problemas, y colaborar con ellos en la construcción de otro mundo que acoja toda la diversidad de capacidades (intelectuales, físicas, sensitivas, emotivas, empáticas…) de quienes componen su ciudadanía.

 

Autor: Alba Saura Clares

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