Logo
icono de la noticia

Hambre y luto de César Vallejo

 

Yves Klein, Antropometría sin título (ANT 56)

Es un despiste común y desafortunado ignorar el hecho de que la palabra y el alimento coinciden en la boca, espacio liminal donde los objetos ingeridos desaparecen del mundo para penetrar en el yo y pierden su individualidad para fundirse con el ser individuado que los deglute, y donde, en operación inversa, se articulan fónicamente los significantes, que, concatenados por la sintaxis que transforma su ser en existir, escindidos ya del continuum inefable que es la vida del espíritu, proponen instantes de sentido para un mundo y para un ser que carecen en última instancia de él. En la boca, todo está por decidir: la comida, aun cuando masticada, puede todavía no ser tragada sino escupida, transformada ya en masa indefinida e inservible; las palabras, aunque ya escogidas, pueden perder –en el momento del lapsus, de la traba o del tartamudeo– su apaciguadora previsibilidad, amenazando con dejar de ser sentido para convertirse en ruido. Parecería que el sentido primario, prelingüístico, que el alimento proporciona al ser devorante condiciona el advenimiento de aquel otro sentido que el ser hablante devuelve con su hablar al mundo; parecería también, en contrapartida, que el hambre y el silencio se hallan a veces causalmente hermanados en el escenario salivoso donde se dramatizan sus respectivas carencias…

Si creemos con Kristeva que el uso del lenguaje responde a la denegación (la Verneiung freudiana) de una pérdida fundacional cuyo objeto los signos, nombrándolo, simulan recuperar, y que el «desmoronamiento simbólico» y la tendencia al silencio de los melancólicos responde a un desmentido (Verleugnug) de esa denegación, es decir, a una incredulidad hacia los significantes, cuya insuficiencia para recuperar el objeto perdido se torna insoportable, entenderemos mejor el vínculo entre el tema de la comida –símbolo siempre del afecto materno, sentido primero y necesario–, y sobre todo de su falta, y la reticencia comunicativa del hablante poético de Trilce, de César Vallejo.

La melancolía es un duelo que excede a su objeto. La Verleugnung de la que habla Kristeva es una forma de protegerse, no contra la pérdida, sino contra su denegación que es, a la vez, su superación (la oración «no ha muerto» incluye el sintagma «ha muerto»: denegar es admitir veladamente, para poder seguir viviendo). En su desespero, el melancólico (que no dice «no ha muerto», y por tanto tampoco «ha muerto») espera ambigua e inconfesablemente recuperar lo perdido; y el objeto perdido del melancólico no es representable, porque es la Cosa, «lo real rebelde a la significación, polo de atracción y repulsión, morada de la sexualidad de la cual se extrae el objeto del deseo». Trilce (triste y dulce, por cierto, es la melancolía) habla, pues, primera y principalmente de la Cosa. A ella dedica sus mejores poemas, entre ellos el XXIII, una bella elegía, cuyos primeros versos son, por lo demás, una celebración ambivalente del canibalismo infantil:

Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos,

pura yema infantil innumerable, madre.

A ella dirige también otros lamentos, como en el poema XXVIII:

cuando habráse quebrado el propio hogar,

cuando no asoma ni madre a los labios.

Cómo iba yo a almorzar nonada.

La ausencia de la Cosa-Madre («MADRE», la llama el mismo poema XXVIII) ilustra con precisión el problema trílcico: el vacío de lo simbólico es correlativo al vacío estomacal; la orfandad del ser lo empuja a la intemperie de los signos, en la que se regocija al tiempo que desespera. Impecablemente respetuosa con el sinsentido al que rinde ambigua pleitesía («Absurdo, sólo tú eres puro»), la poesía de César Vallejo convierte la malnutrición no solo en tema sino también en método. El hambre es aquí una necesidad principalmente psicológica, que indiferencia entre sus objetos imposibles al afecto, al alimento y al sentido. La melancolía, según ha dicho Agamben, no es lo contrario del deseo, es lo opuesto al gaudium: es un deseo desmedido, un anhelo de lo inasible, una afectividad perversa que no toleraría verse satisfecha. La gana puede llevar la máscara de la desgana si se encuentra demasiado cerca de su objeto.

Por eso en Trilce la comunicación se tambalea a veces hasta el fracaso. Porque no hay sentidos que sacien, porque no hay apenas palabras que constituyan hogar, el coro discorde de voces líricas que entona los cantos trílcicos se deja amparar solamente por la tormenta, hace del sinsentido su doloroso refugio transitorio, donde se desprotege de la muerte del sentido para protegerse de un sentido que daría la muerte, y ello porque asumir un sentido es reconciliarse con el lenguaje, y por tanto, negándola en lo explícito, confirmar implícitamente una pérdida cuyo objeto quiere todavía custodiarse. Hablar con sentido es poner fin al luto; «mayoría inválida de hombre», el sujeto de Trilce prefiere resistirse a la significación, entre la oscuridad del ruido y la oscuridad del silencio.

 

Autor: Juan de Miquel, investigador en formación

Comparte este Post: