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Palabras rápidas sobre literatura urgente

 

La contradicción, como la ironía, forma parte de la complejidad del ser humano, nos permite integrar en nuestro pensamiento fórmulas completamente opuestas sin que ello nos impida avanzar y aprender; es más, no sería descabellado afirmar que en la propia contradicción se encuentra la posibilidad de cambio. Nuestras imperfecciones, más que limitarnos, conservan en nosotros una tensión íntima que posibilita la duda, la vacilación, el error, el aprendizaje, al fin y al cabo. Por otro lado, entre las muchas discusiones imperecederas de la literatura nos interesa destacar en estas líneas la distinción, no siempre apropiada ni efectiva, entre ficción y no-ficción, pues en ella se reproduce la misma tensión conflictiva que en la complejidad humana, la que existe entre la narración y los hechos, la verdad engañosa y la mentira certera o, empleando términos más ajustados, la realidad y lo real. Al escribir, como al hablar, reconstruimos una visión ―o versión― particular de nuestro mundo y, en ocasiones, resulta demasiado tentador caer en la categorización en cuestiones sobre las que es peligroso tratar de alcanzar una verdad ―porque corremos el riesgo de encontrarla. Como diría Ludwig Wittgenstein, sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar; aunque, ciertamente, quien no hable desde la categoría de la verdad tiene libertad para hacerlo, tiene, incluso, la responsabilidad de hablar con su propia voz. Esta tensión conflictiva habita el acto de narrar la realidad y se traduce de una forma muy llamativa en la obra de Rodolfo Walsh.

Rodolfo Walsh fue un escritor argentino cuyo pensamiento literario está atravesado por una honda preocupación por el oficio de escribir y el deber social del escritor. Su trayectoria literaria es, en parte, un proyecto comprometido con su realidad, pero fracasado por múltiples razones ―entre ellas su desaparición forzada (1977) durante la dictadura militar de Jorge Rafael Videla― donde intervienen su carácter, sus circunstancias, su poética literaria y otros aspectos. Desde sus inicios, la vida profesional de Rodolfo Walsh integró la actividad periodística con la editorial y la literaria, destacando especialmente en el género cuento y de temática policial. Si en un principio tuvo muy poca o nula conciencia política, algo que lo llevaría a apoyar la Revolución Libertadora de 1955, sus investigaciones periodísticas y la vibrante vida política argentina lo empujarían a ocupar posiciones más marcadas ideológicamente; llegando, incluso, a militar en la agrupación armada peronista de los Montoneros. Así, pasaría de escribir cuentos de ficción a criticar el dañino carácter aislado y antisocial de la literatura. El salto decisivo lo daría con su libro testimonial Operación Masacre (1957) ―obra que adelantaría hasta en nueve años la creación de la categoría de la no-ficción que, generalmente, se atribuye a Truman Capote con In cold blood (1966)―, para no volver a la ficción hasta varios años después. Como hemos dicho, esta intromisión en la vida política argentina cambiaría profundamente su manera de concebir la actividad literaria y periodística, y le llevaría a continuar este determinado tipo de escritura con ¿Quién mató a Rosendo? (1969) y Caso Satanowsky (1973).

La historia del proyecto literario de Rodolfo Walsh es compleja y está llena de contradicciones, demuestra una constante tensión entre lo que el escritor entiende por sus deseos y sus responsabilidades, sus ambiciones y su pensamiento. De manera que no es difícil observar que el indudable valor social de su literatura entraría en conflicto con la redacción de un diario íntimo y literario, junto a otros varios textos personales y que fueron publicados póstumamente por la editorial Seix Barral en Buenos Aires como Ese hombre y otros papeles personales (1996). En esta compilación de entradas y notas, Walsh da cuenta de sus numerosas dudas y preocupaciones en torno a su forma de entender y vivir la literatura; concretamente, aquello que lo atormentó durante largo tiempo: la peculiar condición de la novela. Cuatro polos ideológicos son los que podemos identificar a través de sus textos y declaraciones, y los cuatro se mueven en direcciones opuestas que los hacen entrar en tensión. Por un lado, entiende que la literatura y, en especial, el género de la novela son actividades burguesas fundamentalmente hegemónicas y elitistas, mientras que el lenguaje periodístico de la no-ficción le permitiría hablar directamente con las masas populares; esto es, el deber de contar la verdad y de sostener un compromiso político. Por otro lado, él mismo reconocería su vocación literaria, la vía abierta por libros como Operación Masacre no le satisfaría absolutamente, según sus propias palabras (Ese hombre y otros papeles personales, 2007: 215); esto se sumaría con lo que él mismo denomina “impotencia” para “integrar toda la experiencia en la novela” (2007: 107). De manera que los cuatro polos citados serían: la visión de la novela como un género burgués y elitista, la concepción de la literatura como actividad política, el deseo de encontrar otra vía literaria que le satisfaciera ―en un principio, la novela de ficción― y la impotencia para ordenar e integrar la vida política argentina a través de la novela.

En el marco de este conflicto teórico, el género policial se plantea como una posible solución práctica, puesto que, de algún modo, puentea el cruce de caminos que acabamos de describir. La figura del detective, que posee la centralidad en este tipo de relatos, encaja perfectamente en el núcleo de la discusión; el detective sería aquel que ejecuta un esfuerzo por reconstruir una verdad que permanece oculta, una verdad que debe ser revelada. Ordena los hechos, recopila las pruebas y dota toda la información de un carácter narrativo lineal y lógico mediante la deducción y los testimonios. Hay un punto de encuentro entre el detective que reescribe una historia desconocida o parcialmente oculta y el escritor que tiene la obligación de “integrar toda la experiencia en la novela”; es decir, que debe comprometerse a construir su propia narración total de la realidad, su propia interpretación, su particular visión. La identificación del detective literario con el escritor no podría ser más clara en el caso de Rodolfo Walsh, que asumió el papel de auténtico detective a la hora de revelar la verdad oculta tras los fusilamientos de José León Suárez y de tirar del hilo narrativo a partir de los fusilados que sobrevivieron. La contradicción subyacente en su proyecto literario, en cambio, le impidió desarrollarlo al completo. Podríamos decir que la urgencia por descifrar el sentido y desvelar la verdad le empujó a postergar su labor indefectiblemente literaria: “Tardé mucho en darme cuenta que las cosas que hay para contar son tantas y tan urgentes, que no hay que pararse tanto a ver cómo uno las cuenta” (2017: 193).

En cierto sentido, podemos reconocer aquí un intento por despojarse de todo aquello que le impedía avanzar en su proyecto político, un intento por aprender a convivir con sus contradicciones y sus limitaciones personales para ponerse al servicio de un objetivo colectivo, de un proyecto social comprometido. Las categorías de la ficción y de la no-ficción son un espacio en disputa en tanto que su matización queda siempre postergada por la urgencia con que la realidad debe revelarse. El componente no-ficcional de la obra de Rodolfo Walsh consistiría en su responsabilidad social como escritor; la ficción, en cambio, sería una suerte de deseo que se proyecta hacia el futuro, irremediablemente postergado, pero que se encuentra del mismo modo grabado en el oficio de escribir. Tal vez, la mejor manera de concentrar la tensión literaria de Rodolfo Walsh y su compromiso con la denuncia de una realidad represiva se pueda formular como una respuesta a la anterior cita de Wittgenstein: sobre lo que no se puede callar, es mejor hablar.

 

Marcelo Urralburu, investigador en formación

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