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Una cierta callosidad del alma

 

Solemos pensar la enfermedad como un inconveniente. La distinción entre lo exógeno y lo endógeno tiene sentido para el médico que la analiza, pero no para el enfermo que la padece, que la siente siempre como un agente externo, el invasor de una integridad hasta entonces dada por hecha. La dolencia interrumpe la normalidad, y, con ella, amenaza la idea de un yo que es, ante todo, ser sano. Obliga a abandonar planes, a interrumpir proyectos y a reajustar relaciones. Es un contratiempo. Es una putada.

El esfuerzo legítimo por paliar el dolor suele, así, ir acompañado y espoleado por un juicio, el de la enfermedad como huésped indeseado, que añade sufrimiento al sufrimiento. El dolor duele por dos cuando disponemos que no nos pertenece, que no nos puede pertenecer.

Pero en la negociación entre la lucha y la resignación, negociación que (en la salud como en la política) carece de solución universal o incluso transferible, hay que ser un fanático, o gozar de un temperamento excepcionalmente heroico, para decantarse con totalidad por uno de los lados en disputa. En el caso de la enfermedad, y especialmente en el de las más inconmovibles, la renuncia a toda tentativa de salud supone el mismo grado de abandono de uno mismo que la reticencia absoluta a reconciliarse con el estado de morbidez. Por inercia la primera, por fatiga la segunda, ambas nos acercan vertiginosamente a los labios de la muerte.

La aceptación, en apariencia sencilla, consistiría entonces en convencerse de que uno puede sanar, pero está enfermo. Nunca usamos el verbo ser para acompañar a ese adjetivo, a menos que queramos hablar peyorativamente, y siempre de un trastorno mental, porque la enfermedad es un estado transitorio. (A no ser, claro, que consideremos la vida como enfermedad, una corrupción gradual del organismo, un proceso que ya lleva dentro de sí a la muerte; como expresa Quevedo con negrura, vivir es enterrar a todos los yoes que dejamos atrás, quedar finalmente «presentes sucesiones de difunto»: vivir es enfermar hasta la muerte, una vez y otra.)

Pero, incluso desdeñando estas manifestaciones de pesimismo, se hace innegable que una temporada suficientemente larga en la sima de la morbidez nos somete a metamorfosis, que el verbo superar es aquí siquiera un poco sospechoso: puede que hayamos regresado a la salud, pero no se borrará de nuestro ser el haber estado enfermos…

Lo mismo que otras experiencias del dolor, la enfermedad que no nos mata nos hace más tristes. Nos hace vencedores más cansados que triunfantes, porque no es una batalla que hubiéramos escogido; si no siempre hay vergüenza en los ojos del superviviente, tampoco abunda en ellos el orgullo. ¿Han visto a los niños o a los adolescentes que han sido objeto de alguna dolencia prolongada? No sabría decir si son más maduros, pero de lo que no cabe duda es que han aprendido la paciencia, rara habilidad entre los suyos.

En un texto de En las cimas de la desesperación, del joven Cioran (que contaba entonces apenas veintitrés años), leemos que la enfermedad favorece una particular forma de heroísmo, un «heroísmo de la resistencia», que diferencia sustancialmente al enfermo del sano por el hecho de la lucidez. Con el aristocratismo del dolor que emana de toda su obra posterior (la profundidad, dijo en alguna ocasión, es patrimonio de los que sufren), Cioran le reconoce a la enfermedad una «fecundidad espiritual» que la hace la única fuente posible de experiencia, de experiencia auténtica. A la enfermedad, y –añade, diferenciándolos pero asimilándolos– al estado depresivo.

Si bien es cierto que (observó Foucault) el lazo que une la patología física a la mental, en lo que atañe a su comprensión lo mismo que a su tratamiento, es puramente abstracto, no lo es menos que ambas comparten la insidiosa capacidad de enfrentarnos a límites con los que preferiríamos no habernos topado. Límites en apariencia ajenos, en el caso de la enfermedad somática, porque, en la escisión mente/cuerpo, nosotros nos asentamos aquí arriba, y no soy yo lo que está fallando.

Según su propio testimonio, la principal dolencia que aquejó al joven Cioran fue el insomnio. El insomnio pertenece al registro de los trastornos mentales; en ellos, el conflicto entre la mente y el cuerpo desplaza su núcleo al interior de uno solo de los contendientes, y la noción de un yo unitario se vuelve poco menos que irrisoria. El insomne no puede hablar de voluntad. Su enemigo es exclusivamente interior, sus deseos –y el único deseo del insomne es el descanso– son sistemáticamente saboteados por nada más que su mente: si yo soy mi mente, entonces no estoy actuando conforme a lo que el resto de mi ser (incluido parte de aquella) me exige; si no lo soy, ¿qué o quién anda ahí?

Si el dolor en general tiene como frutos, al menos, un aprendizaje ético (pues adiestra en la paciencia) y uno metafísico (porque ensancha, desbanaliza el espíritu), el dolor mental en concreto enseña una lección más desagradable: la desidentificación. Al mismo tiempo, es la patología psíquica, más que ninguna otra desgracia, la que, impidiéndonos la distancia (poder decir «este dolor no me pertenece»), nos aboca a acoger como propio el sufrimiento. Yo soy yo y mi enfermedad, se ve obligado a pronunciar el trastornado; pero esta afirmación no significa una suma, porque los factores adheridos no pueden constituirse en unidad, de modo que, finalmente, el yo es siempre una escisión, el escenario de un drama que le incumbe pero no le incluye.

Sea como fuere, incluso al tormento inefable del Dr. Jekyll, según su propia crónica, «habit brought – no, not alleviation – but a certain callousness of the soul, a certain aquiesence of despair». Ahí radica, cuando todo lo demás falla, el alivio de los dolientes.

 

 

Juan de Miquel

Investigador en formación

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