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Zama, un largo orbitar en torno al ruido

 

Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.

Antonio Di Benedetto, Zama.

 

A partir de su estreno en el último Festival de Venecia, la nueva película de la aplaudida directora argentina Lucrecia Martel (Salta, 1966) inició un largo recorrido por las salas de cine europeas y americanas que sigue en plena marcha. No hay spoiler posible para esta película basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-1986), porque en Zama no ‘pasa’ nada, o no pasa más que un tiempo de vida –lento, muy lento- cercado en vaivén por un deseo de futuro que no llega y el derrumbe de un pasado que se narra esplendoroso. Es la vida de don Diego de Zama, un antiguo corregidor criollo devenido en asesor letrado que, a fines del siglo XVIII, cumple funciones al servicio de la corona española en la periférica ciudad de Asunción (Paraguay). O al menos eso es lo que se deduce, porque el territorio nunca se nombra, solo se experimenta. Allí espera Zama, intentando hacer pie en alguna piedra de permanencia, ser trasladado a un espacio más prometedor para su estancada carrera funcionarial.

La fértil extrañeza de la novela de Di Benedetto, que trenza márgenes difusos entre la razón y lo onírico, entre lo americano y lo universal, entre la historia pasada y el presente del lector, ha desencadenado una serie de propuestas críticas dispares que hacen frente a la imposibilidad de un encasillamiento único; se le han puesto las etiquetas de novela histórica, lírica, filosófica, experimental y existencial. En este último ángulo se apoya la película, se trata, sobre todo, de contar la ‘gran trampa’ de la identidad. Así lo explica la propia Martel: “Si fuésemos más flexibles respecto a quiénes somos, no seríamos tan proclives al fracaso. La identidad genera rigidez, y lo que es rígido tarde o temprano se rompe. Nuestra cultura se ha empeñado en la rigidez”. El film reconstruye el drama de una existencia asediada por la amenaza constante de la inexistencia, entendida esta en términos de un desmoronamiento absurdo e implacable de una identidad arduamente construida sobre paradigmas de valor que van perdiendo fuelle hasta dispersarse en el tórrido medio que este sujeto deseante habita a contrapelo, atrapado en su engañosa inmovilidad y engendrando desaparición. Zama vive en constante conflicto con una conciencia degradante de sí mismo que encuentra correlatos allí donde se posa; desde el territorio claustrofóbico hasta su escamoteada condición de americano, pasando por el desprestigio político y social, la pobreza indigna y la frustración amorosa, todo confluye en una amalgama de marginalidades que anegan su presente y hacen naufragar su futuro. El abismo se abre entre esta suma de periferias y el deseo de centralidad que apuntala todo el relato, porque Diego de Zama teje sus anhelos tensando los hilos que lo conforman hacia un punto fijo: la metrópoli. De ese traslado al ‘centro’ depende la permanencia de su temblorosa identidad.

A diferencia del personaje, que nunca verá cumplido su deseo en el mundo cerrado y completo que Di Benedetto ha creado para él, el escritor y su obra aún siguen orbitando alrededor de una idea, más o menos voluble, más o menos abierta, de centralidad. A veces dándole la espalda, y otras asomándose a su fragor. Nacido en uno de los confines de una Argentina históricamente centralista, Di Benedetto lanzó -allá por los años 50’- su perspectiva ‘del interior’ al mercado nacional sorteando los muchos kilómetros que separan su obra de las políticas culturales del foco porteño. Una línea de su breve autobiografía resulta sugestiva en este sentido: “Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires”. La adversativa subraya la diferencia a la vez que el posicionamiento, ese ‘pero’ habla y dice la negación, no solo de un Buenos Aires que hace de sinécdoque del país que lo contiene, sino también de un eje de producción e irradiación cultural que corre sobre disciplinados carriles imponiendo sus ruidosas y mecánicas exigencias temporales. Carriles que es necesario ignorar para dar cabida a la pulsión experimental, al lenguaje privado, a la extrañeza íntima. Del mismo modo, y siguiendo el mismo criterio de omisión, su escritura elude además -como explica Julio Premat en su introducción a los Cuentos completos de Di Benedetto (Adriana Hidalgo, 2015)- “el horizonte regionalista que hubiese podido esperarse de un escritor mendocino de esos años”.

Pero quizás algo de esa sempiterna marginalidad de las provincias argentinas permitió imprimir en sus producciones un sello de singularidad indeleble; o quizás no, quizás esa estampa ha germinado ajena al contexto de su creador y solo está ligada a una lúcida (y aguerrida) interioridad. Lo cierto es que no hay crítica que no destaque la importancia capital de ese estilo único, imaginativo, sobrio y agudo; con el lento correr de los años, la imagen que ha triunfado es la de un Di Benedetto literariamente aislado, con una estética conscientemente marginal y ensimismado en la tarea de bruñir el lenguaje hasta lo esencial con el fin de convertir en arte sus hondas preocupaciones existenciales. Cierto es, también, que el mendocino reivindicó como elección esa distancia de origen en un plano distinto; en busca del silencio que precede a la creación –uno de los grandes principios de su praxis literaria que se vuelca también a su obra- ha evitado, hasta que le fue inevitable, el destructor “ruido del mundo” (el concepto es de Saer y se encuentra en su prólogo a El silenciero, 1999), y por tanto también su hábitat natural, los grandes centros urbanos. Sin embargo, como un quiebre más del absurdo tantas veces por él narrado, Di Benedetto terminó su viaje vital suspendido en medio del ruido; tras años de exilio en Madrid, víctima de la oscuridad dictatorial, se instaló en la capital argentina ya desgastado y con un aliento de vida demasiado corto. Murió tres años más tarde, en 1986, truncando además la publicación de sus cuentos completos en Alianza Editorial. 

De sus años de exiliado en España habla Bolaño en Sensini, donde el chileno derrama el estremecimiento agridulce que le produjo encontrarse al autor argentino entre los premiados de un concurso de cuentos provinciano al que él también se había presentado  “para ganarse los porotos”. Para entonces -postrimerías de los 70- Di Benedetto tenía el grueso de sus obras publicadas, algunas de ellas traducidas, había obtenido diversos premios y era ya un escritor de escritores. Borges, Cortázar y Roa Bastos habían escrito sobre él, colocándolo en la corriente oculta pero fundamental de la literatura hispanoamericana, en el reverso del Boom, como apunta Jimena Néspolo, autora de Ejercicios de pudor, uno de los ensayos críticos más cuajados sobre su obra. Si Piglia lo enfrentó a Borges como el otro gran modelo en la narrativa nacional para la segunda mitad del siglo XX, Saer quiso expandir la frontera delimitando otra, la de la literatura en lengua castellana. Con una reivindicación indignada de su originalidad y su maestría artística, Saer cose su propia genealogía literaria a la vez que denuncia el ensordecimiento de la centralidad de Di Benedetto a causa del “barullo injustificado” de los grandes éxitos, nacionales e internacionales, de su época. Hoy, Di Benedetto es un escritor presente y prestigiado en Argentina (la editorial Adriana Hidalgo lleva  años publicando y reeditando con éxito su obra completa), pero nunca expansivo en su divulgación y recepción. Es como si se mantuviera en un constante corrimiento respecto al coto cerrado del canon nacional; como su escritura, Di Benedetto permanece en el extrañamiento.

Hay otra línea en la mencionada autobiografía que proyecta en el tiempo los deseos del autor y perfila un anhelo de movilidad con cierto sabor a humilde desesperanza: “He viajado. Preferiría que mis libros viajen más que yo”. Con la película de Martel, sus expresiones de deseo se actualizan e insuflan de nuevas posibilidades. Fragmentos de la vida y la obra del escritor van acompañando el derrotero de la película allí donde se estrena. En España, la parafernalia promocional del film -que incluye un librito sobre el rodaje, fragmentario y poliédrico, escrito por Selva Almada (El mono en el remolino, Penguin Random House)- supuso la aparición de Zama (1956) en las privilegiadas y mudables mesas expositoras de las grandes librerías, así como en revistas culturales y en los principales periódicos del país. A más de sesenta años de su nacimiento y casi como en traje de recienvenida, por utilizar una expresión macedoniana, su mención en la prensa española tiende a la recuperación más o menos reivindicativa, a la explicación o a la sorpresa tardía. El mismo asombro “descubridor” que, un año antes, el nobel sudafricano J.M. Coetzee exponía en un artículo para The New York Review of books titulado “A Great Writer We Should Know”; se trata de una extensa y elogiosa reseña de la novela de Di Benedetto a raíz de su traducción al inglés, realizada por Esther Allen (New York Review Books, 2016) y largamente postergada en espera del anunciado estreno de la película, que finalmente no llegó a tiempo. 

Así, Zama vuelve a asomarse al ruido metropolitano practicando renovados periplos tal y como anheló su creador, por otra parte, declarado amante del cine. En múltiples planos de sentido, la obra de Antonio Di Benedetto ha orbitado desde el principio los bordes del bullicioso centro literario, rondando un lado y otro del trazo imaginario que lo perfila en sus diferentes circunscripciones. Hoy reaparece haciéndose visible un poco más acá del círculo estridente. Siempre con su aire de extrañamiento, siempre por irse y no.

Cartel película

 

Libro

 

Libro

 

Milagros Arano

Profesora del Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana de UNIBA.

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