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No decir nada o decir la nada

 
No decir nada o decir la nada

Que el lenguaje puede deshacerse en nuestras bocas como un hongo podrido –según expresión curiosamente clara de Hugo von Hofmannsthal– lo sabe hoy cualquiera que haya intentado usarlo después de presenciar un debate parlamentario, escuchar unos pocos anuncios publicitarios, leer entero el suplemento cultural de algún diario. La no sé si apócrifa premonición de Nietzsche que citaré ahora de memoria y mal («el lenguaje no aguantará un siglo más de periódicos») se demuestra, así, acertada; pero también insuficiente, pues el peso bajo el cual las palabras se doblegan y se pierden para siempre no es proporcionalmente equivalente al volumen de la totalidad de los mass media, ni siquiera es mucho mayor: es de otro orden. Las palabras, como todo, como el cuerpo, se gastan (más o menos) si las usamos (peor o mejor) y se gastan también si dejamos de usarlas; es dudoso que quepa cargarle ahora esa falta a la especificidad de nuestro capitalismo, del mismo modo que podemos atribuirle una cierta enfermedad nuestra –del cuerpo y también del alma–, pero no culparlo de nuestro envejecer y nuestro morir.

Sea como fuere, un miedo y un pudor asolan a aquel que se dispone a hablar, si es decente: el pudor de no decir nada, el miedo a llegar a decir algo. Nuestras manos son sin duda más hábiles que nuestras lenguas, las cuales, cuando no dicen demasiado, no dicen. Lo resumía Sontag: «We lack words, and we have too many of them».

Decir demasiado es significar, esto es, repetir la tarea adánica, dar a cada cosa su justo nombre. Con ello no solo distinguimos y damos forma a un objeto (según aseveración de Saussure: «rien n’est distinct avant l’apparition de la langue»), sino que además aniquilamos su –casi imaginable, intuible– existencia prelingüística. Nombrar vuelve mortales los objetos, fuerza a las cosas a ser como nuestro torpe mecanismo comunicativo y cognitivo –el mejor que tenemos– necesita que sean. Por eso Benjamin, haciéndose eco de una vieja tradición, sugiere que la naturaleza está de luto porque ha sido nombrada. Por eso también podemos decir con Heidegger –que lo enuncia desde un lugar ciertamente distinto a este– que sería «el contrasentido absoluto» concebir a un dios que hablase. Solo significamos lo perecedero. Hablamos porque somos finitos, y somos finitos porque hablamos.

No decir nada es ejercer la palabrería (y de esto nadie es inocente, aunque pocos sean culpables). Por ejemplo: cuando una palabra pierde énfasis, buscamos otras a su alrededor que quieran y puedan hacerse cargo (casos cotidianos del español, peninsular o americano, son brutal o bárbaro para buenísimo, trascendental o vital para importantísimo), con lo cual parecerá quizá que enriquezcamos el lenguaje, cuando de hecho hacemos todo lo contrario, puesto que las sustitutas pierden a su vez su fuerza y su valor anteriores, se degradan desde su iluminadora especificidad hasta la banalidad del significado común. Como en la antigua sangría médica, le sacamos al lenguaje, para reanimarlo, la poca energía que le quedaba: a largo plazo, toda resignificación es una designificación. Se sigue de ello que una lengua es un palimpsesto de mentiras.

Callamos, pues, por voluntad de inocencia, para no matar y para no mentir. Se trata, sugeríamos hace un momento, de una cautela antigua, que, como apuntara Steiner, recorre toda la tradición occidental –Islam incluido–, desde la teología negativa hasta el posestructuralismo. Lo que sí es, como por su parte reconociera Sontag, novedoso es que la decencia de la abstención haya recaído sobre el arte. El silencio, que en los siglos XVI y XVII ocupaba a un número muy limitado de poetas –los místicos–, fue la preocupación de los más representativos del XX, esto es, de los más consecuentes de entre los vanguardistas y sus vecinos y herederos, cuya diferencia con la mística –les guste o no a ellos– radica en que no se trata ya de expresar lo inexpresable, sino de expresar la inexpresabilidad (Vallejo), de expresar que no hay nada que expresar (Beckett), de errar, en fin, ciega y lúcidamente en torno a la nada (Kafka).

Desde luego, el silencio –la ausencia de signos– es en sí mismo un signo. El poeta no deja nunca de gesticular, ni siquiera con ese último gran gesto que es el abandono voluntario de la obra o de la vida. La literatura tiene sus medios de encarar el vacío, su retórica del silencio (la expresión, nuevamente, es de Sontag), y ello porque prefiere, nietzscheanamente, perseguir la nada a no perseguir nada. Dos ejemplos. El narrador de El bandido de Robert Walser justificando en su dispersión esquizoide los rodeos tomados porque tiene que componer un libro de una cierta extensión («no me caen novelas de los bolsillos») nos indica ya que la novela en sí (esta en concreto, por lo demás, no fue escrita para ser publicada) no es más que un rodeo. Los relatos de Rulfo, con su avance tortuoso, sus pausas espesas, sus personajes taciturnos, son sin duda más valientes –no rehúyen la intimidad con el vacío–, pero porque en cierto modo están ya al otro lado de la muerte, el espacio es siempre un purgatorio, los personajes –y no hablo solamente de Pedro Páramo– son siempre fantasmas.

Mediante el miedo y el pudor, esto es, mediante el silencio, la literatura nos habla hoy de mucho más y en realidad de mucho menos que del miedo y del pudor: nos habla de nuestra nada. Una montura india de la que se van desprendiendo partes que ni siquiera estaban ahí («hasta desechar las riendas, pues no había riendas»), por delante apenas «el terreno como un brezal segado al raso, ya sin cuello ni cabeza de caballo», desde el inicio un modo subjuntivo y un sujeto impersonal («wenn man doch ein Indianer wäre», «si uno fuera de verdad un indio»); Kafka –es lugar común porque es cierto– ilustra mejor que ningún otro nuestra condición: el medio se deshace y es incierto, el escenario está desierto, el sujeto es nadie en particular, y el ser, antes que nada y finalmente, es poco más que una hipótesis.

 

Autor Juan de Miquel 

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