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Nuevos cronistas de indias o modos de comprometerse con lo real

 

En un seminario dictado durante la década de los ‘90 en la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Piglia proponía tres vanguardias para entender el panorama literario argentino finisecular: Saer, o la vanguardia adorniana que propugna la autonomía del arte; Puig, o la vanguardia posmoderna que abre la puerta a la “chatarra” masificada (pop, cine, novela rosa, mass media) y Walsh, o la vanguardia comprometida que liquida la frontera genérica entre periodismo y literatura (o, lo que es equivalente, entre realidad y ficción). Las categorías no son, desde ya, exclusivamente locales, pero sirven para atomizar un concepto –el de vanguardia- que suele entenderse en singular.   

 

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En gran medida, la propuesta estética de Walsh entronca con tendencias globales de sus años: el new journalism de Tom Wolfe que pregona la preponderancia de lo subjetivo, la prosa cuidada y recursos históricamente literarios o la non fiction novel cuyo origen más de uno sitúa en la figura de Truman Capote aunque In Cold Blood (1966) sea un ejemplo más bien tardío frente a otras experiencias -Operación Masacre (1957) del propio Walsh, sin ir más lejos, es publicada con nueve años de anticipación-. Basta contrastar uno y otro libro para colegir divergencias de perspectiva, de trasfondo político y de compromiso con lo real: la crónica pormenorizada de Capote, truculenta por donde se la mire, está confeccionada como una modesta tragedia intramuros; la devota familia Clutter acribillada a manos de dos parias sureños, verdaderos héroes de la novela. La trepidante crónica de Walsh, por el contrario, narra en clave coral los fusilamientos de militantes peronistas en los albores de la revolución libertadora. Si Capote se inclina por la minucia doméstica diseñada para el selecto paladar del New York Times, lo de Walsh pasa por el testimonio clandestino en tiempos de persecución política. Para un cronista latinoamericano de los años ’60 y ’70, las urgencias vuelven pueriles los arrebatos de autorreferencialidad: es cuestión de yuxtaponer los testimonios desgarradores tras la masacre estudiantil en La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska con el viaje alucinado del último de los hippies lisérgicos en Fear and loathing in Las Vegas (1971) de Hunter S. Thompson. La resistencia en Estados Unidos asume la forma de sexo, drogas y rock ‘n roll (Woodstock). La resistencia mexicana –latinoamericana, en general- comienza por la propia supervivencia ante un Estado criminal que liquida a sus estudiantes universitarios. Mismo año, misma rebeldía, mismo espíritu contestatario, distintas realidades.

Son años de descarada politización del fenómeno estético para América Latina. 

 

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Sin sus ideales revolucionarios aunque heredera de esa tradición contrahegemónica, la crónica latinoamericana actual vivió un auge tal que acabó levantando sospechas en propios y ajenos.

A la argumentación del ensayo, la crónica superpone la estructura del cuento, la descripción de la novela, el coro del teatro griego, la entrevista y la investigación. No en vano Villoro hablará del “ornitorrinco de la prosa”; quién más, quién menos, todos coinciden en señalar a la hibridación como esencia del género (posmodernidad de lado, el género de la crónica y el continente latinoamericano comparten idéntico sello distintivo). De género lumpen a diva editorial, hoy no hay autor latinoamericano, por ficcional y laureado que sea, que se libre de su canto de sirena; llámense Juan Gabriel Vásquez o Santiago Roncagliolo, por nombrar a dos archimentados “Alfaguara boys”.

Sucede que, como casi todo lo elaborado bajo un paradigma hipermoderno, la crónica también se ha vuelto moda: novedosa en sus inicios, parecía entroncar con las experiencias coloniales donde más de un académico se empecina en rastrear nuestras invariantes históricas, como si la suerte de América Latina estuviera ya cifrada en los Diarios de a bordo de Cristóbal Colón o en los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. El marbete que aúna a este grupo de jóvenes periodistas/escritores no es otro, de hecho, que el de “nuevos cronistas de Indias”: los argentinos Leila Guerriero y Martín Caparrós, el mexicano Juan Villoro, el peruano Julio Villanueva Chang, los chilenos Gabriela Wiener y Juan Pablo Meneses, el colombiano Alberto Salcedo Ramos, entre otros.

Ese afán revisionista ya había dado sus frutos con el furor de la novela histórica (El arpa y la sombra de Alejo Carpentier o Los perros del paraíso de Abel Posse sobre la vida de Cristóbal Colón, El general en su laberinto de García Márquez o La carroza de Bolívar de Evelio Rosero sobre la vida de Simón Bolívar, El mundo alucinante de Reinaldo Arenas sobre la vida de Fray Servando Teresa de Mier, El entenado de Juan José Saer sobre una crónica rioplatense o Tríptico de la infamia de Pablo Montoya sobre la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas), aunque sería ingenuo -y algo delirante- plantear una continuidad sin más puesto que la crónica actual nada tiene de revisionista.

Las crónicas de Indias fueron expresión cabal de una narrativa orgánica al poder, de la divulgación de información estratégica puesta al servicio de su Real Majestad para mejor intervenir en los asuntos novohispanos (con contadas excepciones, como la del indio yarovilca Guamán Poma de Ayala con su macarrónica y biliosa Nueva corónica y buen gobierno de 1615); la nueva crónica latinoamericana suele ubicarse en los intersticios del poder representado por los mass media. Periodismo artesanal de confección lenta (“Slow journalism”), la crónica incuba su historia mientras los medios se desviven por la primicia y los portales de internet se renuevan constantemente. Idealmente, el cronista se familiariza con los sujetos de la crónica hasta volverse invisible, como Leila Guerriero en “Los suicidas del fin del mundo” cuando se radica en Las Heras, un pueblito de la Patagonia argentina signado por el suicidio de una docena de jóvenes en plena crisis económica, o como Meneses cuando se funde con la masa que huye de los toros de San Fermín.

Al sostener la observación sobre lo cotidiano, la mirada del cronista se vuelve incómoda, sediciosa, subversiva. Es la actitud de cazador esgrimida por Caparrós, la mirada desautomatizada según Guerriero, el abordaje sin ideas preconcebidas que Jon Lee Anderson plantea como condición sine qua non desde su taller de escritura en Cartagena.

Frente al periodismo despersonalizado y frívolo, los nuevos cronistas reivindican la persistencia de la mirada y la especificidad de todo relato, su resistencia a devenir mera estadística. Ingresamos por tanto al reino de las historias mínimas: “La travesía de Wikdi” de Salcedo Ramos sobre un niño pobre del Chocó que camina grandes distancias diarias para llegar a su colegio, “El sí de los niños” de Caparrós sobre la prostitución infantil en Sri Lanka o “Escape de Disney World” de Villoro sobre las imposturas plastificadas del emporio capitalista.

De la utopía revolucionaria de Walsh y Poniatowska a la microhistoria finamente confeccionada.

De la superación de la ficción por medio de la realidad a la hibridación posmoderna de ambas.

No será mucho, pero es lo que hay. 

 

Bruno Longoni

Profesor de la Universidad Industrial de Santander (Colombia). 

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