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Olga Orozco: Testimonio de una derrota

 

Más de veinte años han pasado desde que falleciera Olga Orozco, en Buenos Aires. Cumplía, así, con un llamado que había presentido desde hacía ya mucho tiempo, con la muerte de muchos de sus grandes amigos. Porque casi todos, a través de nuestra propia experiencia o de nuestro entorno, hemos sentido o sentiremos alguna vez aquellos golpes: son los heraldos negros que nos manda la muerte, como escribiría César Vallejo.

Nacida el 17 de marzo de 1920 en Toay, provincia de La Pampa, Orozco era hija de un inmigrante italiano y tomó el apellido de su madre, argentina, para hacer emprender una aventura literaria que se extendería más de media década. En 1935 se trasladaría a Buenos Aires y poco a poco comenzaría a publicar sus poemas en diferentes revistas, además de conocer a otros escritores determinantes del panorama porteño, como Oliverio Girondo o Alejandra Pizarnik. Hasta que viajara a Europa en 1961 con una beca del Fondo Nacional de Artes, gracias a la cual pudo conocer a George Bataille, a Octavio Paz y a Julio Cortázar, entre otros escritores que allí vivían.

Escribió para la prensa y varias narraciones, pero su vocación resultaba ser eminentemente poética. Entre sus libros de poemas se cuentan: Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Cantos a Berenice (1977) —su gata—, En el revés del cielo (1987) o el que ahora llama nuestra atención: Con esta boca, en este mundo (1994), con la Editorial Sudamericana. Su último poemario publicado en vida.

A lo largo de los diecinueve poemas que componen Con esta boca, en este mundo, algunos de ellos dedicados a amigos y conocidos que fallecieron, como el poeta Alberto Girri y otros, Orozco dibuja un personal horizonte poético. Es un ejemplo más de cómo la poeta, siguiendo la estela del simbolismo y del surrealismo, es capaz de desentrañar la trama oculta del universo, disponer los signos en rotación, que diría Octavio Paz. Sin embargo, al mismo tiempo, la poesía se pone en cuestión por ser siempre una tentativa fracasada, un impulso metafísico por encontrar el verdadero nombre de las cosas. Una búsqueda de la palabra divina, en definitiva, pero cercada por un escepticismo esencial.

“¿cómo nombrar con esa boca, / cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?”, concluye el poema que da nombre al conjunto del libro. ¿Cómo una sola voz puede sobreponerse a la condición humana? Al sufrimiento, a la pérdida, a la memoria, a la muerte. Esa es la paradoja que discurre por los dilatados versos, de tono casi salmódico, de Orozco: canta, a pesar de todo. Como un profeta cuya cábala señalase siempre un camino acertadamente erróneo.

Por esta razón, me atrevo a decir que cada uno de los poemas constituye, en sí mismo, una variación en torno a un mismo mito. O puede que en torno a tres mitos distintos que se presentan bajo la forma de una misma tragedia: “Adán miraba el mundo y no lo conocía, / ni Lázaro, / ni yo”, dice en el poema “Miradas que no ven”. La  tragedia para Orozco consistía en no conocer el mundo en que habitaba. Una tragedia universal, en realidad, que se presenta de maneras diferentes, como si la poeta fuera ella misma un personaje bíblico. Adán perdió un paraíso por la manzana roída y se vio abocado a habitar el “mundo”, “sin encontrar siquiera la palabra que se asemeje al sol del bien perdido”; Lázaro “andará entre los vivos lo mismo que un fantasma”, expulsado de su propia tierra; la poeta, por su parte, canta: “los que amaba se fueron; quizás los que me amaban olvidaron quién soy”.

Es la condena de no conocer nunca; de no pertenecer a este mundo, pero de estar irremediablemente atados a su materia fatal. De ser conscientes de la muerte, lenta o rápida, de cada uno. Tal vez, Olga Orozco sea la poeta que mejor ha dado cuenta del fracaso metafísico del poeta vate. Es decir, el poeta que, como un profeta, es capaz de vislumbrar la trama, con su especial sensibilidad para encontrar los hilos de la historia y de la tradición, pero en cuyo éxito poético, que es exclusivamente lingüístico, en su éxito se halla la sombra del fracaso. La poesía es una profecía errada, o consciente de su propia mentira. Porque, al fin y cabo, para Orozco “el poder del lenguaje es restringido por todo el precario sistema de la condición humana” y, en ese sentido, su último poemario no es sino el mejor testimonio de su derrota.

Carlos Barbarito, Enrique Butti y Olga Orozco

 

 

Marcelo Urralburu García

Profesor UNIBA

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