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2 ó 3 aforismos sin verdad

 

Wifredo Lam, Jeune femme sur fond vert clair. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

Hay pocas cosas que puedan llegar a sonar vacías en todas sus manifestaciones. Un intérprete dotado puede, gracias al gesto, al ritmo, al volumen, al tono y al uso del espacio, hacer del lugar común más insulso o más podrido una expresión llena de sentido y de vigor. El problema de la literatura es que, desde su divorcio de la presencia y de la voz (a grandes rasgos, desde la aparición de la imprenta), las palabras se han visto obligadas a aguantar por sí solas la responsabilidad que antes compartían con los cuerpos. Un ejemplo muy obvio es el de ciertos personajes, carismáticos hasta el peligro, que, entrevistados por un periódico, se convierten para el lector en irrefutables parguelas. Aprisionado en la celda de una página, el lenguaje se ha visto obligado, para llegar a afectar, a hacer contorsiones de todo tipo, algunas brillantes, otras francamente vergonzosas. Tengámoslo, en cualquier caso, en cuenta: es por la reproducibilidad casi infinita del folio que la belleza y la sabiduría se han tornado cliché.

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El arte se ha vuelto social («concienciación», «visibilización», «solidaridad», «cuidados») por la misma razón por la que el consumo se ha vuelto «ético» o «responsable»: por la muerte de la política. Cuando se ve asfixiada por la falta de un canal de expresión que considerase efectivo, la actividad política se hace un hogar entre las artes, expulsando de ellas acaso lo que de más valioso tienen: su irreductibilidad a la ideología.

Y, ahora, que la política regresa a las calles y en ocasiones incluso a los parlamentos, ahora la ideología, como un perro obstinado, ya no quiere soltar de sus fauces un premio tan sabroso.

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Puede que lo político en el arte sea, no cambiar la conciencia, sino cambiar el cuerpo (me dicen que dice Rancière); pero esta transformación sucede durante el ejercicio, no durante la contemplación, pongamos, de una pieza de danza (el arte que con más evidencia cambia los cuerpos de los que lo practican). Como me dijo el otro día alguien que baila, «lo político es poner a la gente a bailar».

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Resulta casi inconcebible que en el centro mismo de una cultura que no ha cesado, a lo largo de décadas, de lamentarse (y quizás de enorgullecerse) de haber causado o al menos de haber asistido al agotamiento del arte o a su saturación se den ahora innumerables casos de artistas que crean completamente a ciegas, que carecen de método, que, por no tener nada detrás, no tienen ni nombre para lo que hacen. Los coreógrafos de hoy no se dedican a crear a secas, sino principalmente a investigar. Y en modo alguno tengo en mente el fraude aquel del «potencial de las nuevas tecnologías», sino que precisamente me refiero a todo lo que se está creando sin ellas, y que por eso mismo podría, en principio, haberse hecho desde siempre. Lo que sucede, ciertamente, es que de la literatura, del cine, de la pintura, de la fotografía y hasta de la música se han declarado, según creo, sendas muertes; pero ¿de la danza? Yo no lo he oído decir (quizás porque son pocos los que hablan o escriben sobre danza), y tal vez se deba a que esta, tomándose con rigurosa seriedad aquella sugerencia de Spinoza («nadie sabe lo que puede un cuerpo»), no hace mucho que ha descubierto la inagotable oscuridad de aquello que habíamos llevado siempre con nosotros.

 

Juan de Miquel

Filólogo e Investigador

 

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