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Cuatro pinceladas sobre Hölderlin y el decir del poema

 

Que de aquellos tres célebres amigos (Hölderlin, Schelling y Hegel) solo el filosóficamente más precoz de los tres (Hölderlin) acabase rehusando la consagración filosófica al absoluto quizá no fuera sino consecuencia inevitable de haber tomado precozmente en serio la tarea filosófica de pensarlo: tan en serio que no podía conducir a otra parte que a la insuperable dualidad predicativa, esto es: al hallazgo de que el juicio (Ur-teil) que pretende expresarlo comporta, en cuanto juicio (no vacío y, por tanto, sintético), una insalvable partición (Teilen), lo que quiere decir que, frente a lo esperado, buscando el absoluto se da nada menos que con la escisión o la diferencia, por tanto: con lo-no-últimamente-absoluto.

Tal atolladero puede, ciertamente, interpretarse en el sentido de que todavía no se ha pensado adecuadamente el absoluto (a sus respectivos y peculiares modos, ese es el camino que recorren Schelling y Hegel), lectura que, sin embargo, difícilmente se sustrae al inquietante riesgo de acabar confundida con la debelación de la filosofía por parte de los escuadrones de la religiosidad y el mito (Schelling), o a la no menos procelosa borrasca de que hasta tal punto se integre y suprima la diferencia que con ello acabe suprimiéndose incluso la filosofía misma (Hegel).

Aun cuando no faltasen las tentaciones de buscar lo absoluto ya no en lo predicativo-enunciativo, en el discurso tético, sino en aquel otro discurso que (por emplear un verbo caro a Fichte, de quien los tres amigos se separan, cada cual a su modo) no “pone” nada, pues es libre juego representativo (expresión de indudables resonancias kantianas), esto es: el decir poético (ahora nos acercamos a Heidegger), aunque tal tentación sedujese en uno u otro momento a Hölderlin, lo cierto es que Hölderlin no escribió (por ejemplo) Brot und Wein empeñado en dar expresión estética al absoluto, sino, por el contrario, desde la lúcida asunción de que a los hijos del atardecer (los modernos) no les es dado algo así como la posibilidad de una creación poética absoluta, lo que, en expresión alternativa, no es sino lo mismo que empeñarse en permanecer en la diferencia por la cual, en el espacio de la modernidad, se reconoce que la Hélade ha quedado irrecuperablemente atrás (“Doch uns gebührt es, unter Gottes Gewittern, / Ihr Dichter! mit entblösstem Haupte zu stehen”). A tal diferencia solo puede apuntar de manera legítima el decir no-tético (no-ponente) por antonomasia, a saber: el decir del poema, del que también por antonomasia se ocupa la filosofía. Quizá por eso Hölderlin se consagró a un decir semejante y optó por dejar brillar la diferencia: por valerse del lenguaje (de suyo inevitablemente tético) para mostrar cómo, en el decurso poemático, esta, aquella y la otra posición o tesis inevitablemente se frustran; cómo en el poema sucede que el lenguaje mismo, aquello que permite construir el poema, se va batiendo paulatinamente en retirada, lo que pone de manifiesto que, si bien ha de haber decir (lo contrario es el silencio, al que el propio Hölderlin llegó por mediación de la locura, o, si se prefiere, por perseverancia en la escisión: esquizo-), todo decir esto o aquello o lo otro es, sin embargo, esencialmente impertinente; hay que decir cosas, pero precisamente para mostrar su continuo derrumbe, su siempre fracasada pertinencia. En kantiano: lo que comparece en la obra de arte es una finalidad sin fin, que, en cuanto tal, comporta construcción, esquematismo, pero de tal manera que en cada caso rehúsa una u otra determinada fijación conceptual, una u otra atribución de fines.

Consciente de ello, el filósofo (quizá el caso de Heidegger sea el más conocido, pero no es ni mucho menos el único) se acerca con sumo interés a la poesía de Hölderlin, no para convertir sus versos en tesis o en conceptos de los que disponer a conveniencia, sino, como corresponde a la tarea en cuestión, con vistas a, inevitablemente por medio de conceptos, apuntar a que tales conceptos solo tienen sentido a condición de que finalmente se pueda renunciar a ellos y se esté capacitado para no oír otra voz que la del propio Hölderlin; oírla sin más, pero (y esto es decisivo) después de haberla despojado de las peligrosas adherencias de la comprensión inmediata. La única voz que, después de todo, merece volver a sonar es la que nos lega el hermeneuta antes de desaparecer para siempre.

 

Pol Ruiz de Gauna

Profesor de UNIBA

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