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Del ridículo de tener un cuerpo

 

Empecé el confinamiento acabando Les Ombres errantes, de Pascal Quignard, pero pronto me encontré acudiendo únicamente a autores que me mueven a risa: Rabelais, Woody Allen, Cervantes, Quevedo. Incluso ―y no me es fácil confesarlo― he dejado de lado Chez le côté de Swann para leer Groucho y yo, la autobiografía de uno de los hermanos Marx (no revelaré cuál). Me han dejado una cuenta de Filmin y las únicas películas que veo son las de Buster Keaton. Miro vídeos de chistes de Eugenio por Youtube. Yo antes no era así. Yo siempre había sido trágico.

Con frecuencia me vienen a la mente, estos días, unas palabras de Chantal Maillard acerca de la obra de María Zambrano: le sobra profundidad y le falta ironía. La profesora que nos las refirió (sacándolas de ignoro dónde; cito de memoria) apuntó que de la obra de Maillard podía decirse algo parecido. Yo no lo diría de mi profesora, pero sí de Les Ombres errantes. Quignard no hace gala de la ironía de un Montaigne (al que sin embargo ―como todo escritor que se precie― admira), y no es el suyo un libro compuesto para hacer reír; es un libro, en efecto, profundo, término que, por cierto, queda siempre por definir, pues, a diferencia de la ironía, la profundidad es una metáfora. Con todo, que haya poco sentido del humor en Les Ombres errantes no acusa una falta de comicidad. Lo cómico puede ser divertido, pero, fundamentalmente, es lo bajo. Dante no llamó commedia a su obra magna porque fuera graciosa, sino porque en ella se desciende a los infiernos. La Celestina es una tragicomedia porque entre sus protagonistas hay aristócratas lo mismo que truhanes y una vieja puta. Lo que ocurre es que la risa conviene a lo cómico porque es una forma de protegerse contra lo detestable (lo inapropiado, lo asqueroso, lo incomprensible); en un debate, ridiculizamos al otro (lo volvemos cómico) cuando consideramos que su discurso ya no pertenece al orden dialógico establecido, que la vileza o la idiotez de sus argumentos lo vuelven inepto para el intercambio. Lo ridículo es lo otro.

Hablando de Montaigne, no está de más recordar la dolorosa decepción de otro Pascal, de nombre Blaise, porque un homme de lettres de la talla de aquel tratara con desenfado de asuntos tan graves como la misma muerte. Pero el principal efecto de la irónica desmitificación montaigniana del ser humano ―sin duda poco piadosa para los que tienen en muy alta estima a las criaturas de Dios― no es la banalidad, sino un ensanchamiento del alma del hombre: no es que en el alma según Montaigne no quepan ya lo grandioso y lo sublime (ahí quedan, por ejemplo, hermosas páginas dedicadas a la amistad como perfección espiritual), sino que también hay en ella sitio para lo risible, como el miedo que nos avasalla o la rebeldía de cierto miembro «que se subleva importunamente, cuando de ello no hemos menester, y se aplaca, más importunamente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contrario». Ciertamente, no podemos vivir sin mitos, pero tampoco solamente de ellos. A los Pascales de ayer y de hoy ―el que llevamos dentro incluido― les escuece que el hombre dé risa, porque olvidan que el ridículo humano no es contrario a su dignidad, sino que, todo lo contrario, riéndonos de nuestra bajeza (o, con mayor frecuencia, de la de otros) demostramos que nuestra sensibilidad ha de esforzarse para tragar la suciedad. Reímos por lo mismo que masticamos.

Tenemos necesidad de integrar lo malpropre, lo tabú, en nuestra experiencia: lo verdaderamente insoportable no es la mierda, ni la sangre, sino la utopía de la absoluta higiene moral y material. Si Quignard afirma que en nuestras cocinas somos todos sacerdotes maníacos y tiranos enloquecidos en nuestros cuartos de baño es porque estamos llevando hasta el paroxismo la proxémica de los desechos: «On ne s’est jamais à ce point séparé des cadavres, sang des mois, crachats, morves, urine, fèces, rots, croûtes, poussière, boue». Las heces, en efecto, ocupan un lugar modesto en el imaginario de nuestro tiempo, también el cómico; en cambio, podemos encontrar en la Edad Media una fecunda tradición escatológica, que, pasando por Rabelais, se alarga hasta Quevedo (y el lector recordará la destreza con que el bueno de Sancho Panza, por no alejarse de su amo en una noche de espanto, evacúa sus intestinos sin bajarse siquiera del rucio). Pero estamos hablando de una época más cruda, en que los cadáveres de los ahorcados se despedazaban y esparcían por los caminos con miras a la disuasión criminal; si bien, según motivo popular, para lo que más servían era para el relleno de los pasteles de carne. Lo cual, por cierto, no hace mucha gracia al buscón de Quevedo cuando se le ofrece uno de estos pasteles poco después de la ejecución de su padre. A Quevedo sí debió de hacerle gracia. Y al lector del Buscón también.

Puede que ―selecciono un poco al azar― lo peor del puritanismo moral, lo peor de la pornografía audiovisual, lo peor de la tecnología digital y lo peor, en fin, de esta larga guerra contra los cuerpos en que, hoy más que nunca, consiste el capitalismo nos hayan hecho olvidar que nuestra carne sangra, excreta, goza (y gozar es distinto a consumir, por no decir que es exactamente lo contrario) y enferma. Toda cuarentena tiene su Dioneo, ese personaje del Decamerón que con sus relatos obscenos y burlescos se salta la norma temática seguida religiosamente por los demás narradores; tal vez nos haya llegado a nosotros la hora de recuperar una comedia bárbara, cruel y escatológica, que nos obligue a seguir recordando ―y nos ayude a seguir soportando― nuestra recién redescubierta y tan irrisoria como siempre condición somática.

Cuadro de Pieter Brueghel titulado El combate entre don Carnal y doña Cuaresma.

 

Juan de Miquel 

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