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¿Una novela sin ficción?

 

El pasado 1 de febrero, Jorge Volpi (Ciudad de México, 1968) recibía la noticia del Premio Alfaguara de Novela 2018, dotado con nada menos que 175.000 dólares, que le ha sido otorgado por su obra Una novela criminal. Aquellos muchachos díscolos e intelectualoides, hastiados de un panorama novelístico gris, que a mitad de los 90 se autodenominaron “generación del Crack”, son hoy escritores laureados, reconocidos, premiados. Hace rato que han entrado, por propio pie, en la Academia. No obstante ser el que más despunta de todos ellos, Volpi no olvida a sus viejos compañeros de armas, como evidencia la dedicatoria que encabeza la novela: “Y otra vez, los conspiradores: Eloy, Pedro Ángel; y Nacho, in memoriam”. Ellos son, sobra decirlo, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palou e Ignacio Padilla, este último fallecido en 2016 tras un accidente automovilístico que resultó fatal.

En el Acta del Jurado, presidido por Fernando Savater, puede leerse: “Una novela criminal es el fascinante relato sin ficción del caso Cassez-Vallarta que durante años conmocionó a la sociedad mexicana y llegó a generar un incidente diplomático entre Francia y México. Rompiendo con todas las convenciones del género, el autor coloca al lector y a la realidad frente a frente, sin intermediarios”. Más allá de las afirmaciones rimbombantes propias de la mercadotecnia, que apenas nos hacen ya sonrojar –“Rompiendo con todas las convenciones del género…”–, hay algo que llama poderosamente la atención en ese párrafo del acta: ¿un “relato sin ficción”? Lo cierto es que, contra lo que pudiera parecer, no responde ello a un etiquetado propio de la publicidad editorial, empeñada en vender viejos productos –tan viejos como la novela– como si fuesen nuevos. Y de todas formas esto no sería ninguna novedad: igualmente sucede con los tejanos, con las zapatillas de deporte y hasta con el amor.

¿Qué cosa es un “relato sin ficción”? He aquí que el thriller que encierra toda novela criminal pareciera plantear un enigma anterior al enigma. Lo que nos obliga, no como lectores simples, sino como lectores neuróticos, a examinar los paratextos. En el caso de esta novela, dos importantes: una cita inicial y una “Advertencia” al lector (lo de “al lector” es redundante, innecesario, pues todo artefacto novelístico tiene como destinatario el lector; es, de hecho, un pulso entre autor y lector). La cita, en francés, está tomada de los Cuadernos de Paul Valéry, y dice (traduzco directamente): “La mezcla de lo verdadero y lo falso es enormemente más tóxica que lo puramente falso”. Ello nos habla, antes de entrar en la novela, de la forma en que debemos leer esta, aunque aún no sabemos –antes de seguir leyendo– si lo que leeremos será esa mezcla insana de verdades y mentiras; si más bien se tratará de un relato fabulesco, inventado de principio a fin; o si lo que tenemos en nuestras manos es la pura verdad.

Pero, enseguida, la “Advertencia” –un recurso muy común desde el siglo XVI hasta el XIX, hoy en desuso– nos saca de dudas: “Lector, estás por adentrarte en una novela documental o novela sin ficción”. ¿Una “novela sin ficción”? ¿Pero es que puede darse el caso? Borges, maestro en tantas cosas, desde luego curtido en el arte de las ficciones, dijo algo muy elemental, y como todo lo elemental, invisible a los ojos, acerca de los géneros. Señaló que estos estaban en la cabeza del lector, en su expectativa. Así, si alguien abre una enciclopedia, su confianza recae en la exactitud del dato, en la precisión informativa. En la veracidad, en fin, de todo aquello que se dice, pongamos, sobre el planeta Júpiter, la Guerra de los Cien Años o la Calliphora vomitoria, comúnmente llamada “mosca azul”. Si, en cambio, uno admira una caricatura, da por sentado que ciertos rasgos han sido exagerados de forma deliberada. O sea, que no hay una correspondencia exacta con la realidad, pero que esa licencia, ese desliz hiperbólico, esconde una verdad. Y cuando vemos un telediario, sin duda estamos poseídos por la creencia de que se nos va a dar cuenta, con todo rigor, de lo que sucede en el mundo. Engañosa creencia, bien lo sabemos hoy.

¿Y la novela? ¿Qué podemos esperar y qué no de una novela? La respuesta, afortunadamente, no es sencilla. Más bien la pregunta nos instala en un debate de muy largo aliento, nunca cerrado, sobre los límites del género. En su tantas veces citado ensayo “La verdad de las mentiras”, Mario Vargas Llosa nos avisa de que, en el caso de la novela, pisamos terreno blando al hablar de la verdad y la mentira. Categorías que, al pasar de la realidad a la ficción, dejan de ser éticas para ser estéticas.

Pero, a pesar de que, como señala el escritor hispano-peruano, las novelas pueden mentir, y de hecho no hacen otra cosa, por causa de las sociedades cerradas (allá donde se alzan dictaduras, gobiernos oligárquicos o democracias postizas), la novela ha tomado un papel que no tenía por qué corresponderle: contar la verdad de las cosas, de los seres, del mundo, y llegar hasta lo más profundo. La novela es, así, revelación, epifanía. Y se convierte con ello en una maquinaria harto peligrosa para quienes tratan de fiscalizar el pensamiento libre, domeñarlo, amaestrarlo. Cuando los totalitarismos (fascismo o comunismo, tanto da) se erigen en los guardianes de la verdad, y por tanto en los comisarios de la historia y de la prensa; cuando el discurso crítico deja de serlo porque está amordazado por el poder; cuando la propaganda controla la opinión pública, la novela se sitúa como última trinchera. Por ello, tantas veces en la historia se ha impuesto la censura frente a la creación libre y contra la libre opinión.

Es así que Una novela criminal nos dice lo que no pueden decirnos la justicia, la política, la prensa en un país como México, donde el secuestro, la violencia más atroz, el crimen impune, forman parte de la tradición nacional. Podría haberlo dicho Volpi más alto, pero no más claro, cuando denuncia que “el sistema de justicia mexicano no sólo estaba (y está) dominado por una arquitectura institucional abstrusa e ineficiente, sino por una corrupción abismal y una aberrante manipulación política, así como por el uso indiscriminado de la tortura, todo lo cual impedía (e impide) cualquier aproximación a la verdad”. Por esto es por lo que existe su novela: para contar la verdad de los hechos. La verdad que no pudo contar el Gobierno de turno, presidido por Vicente Fox, ni puede esclarecer el Gobierno de ahora, encabezado por un incompetente e inoperante Peña Nieto, quien se ve arrastrado por los vicios de la clase política mexicana.

“¿Le toca al novelista decir lo que no dicen los medios de información?”, se preguntaba Carlos Fuentes en los preliminares de su libro Geografía de la novela (1993). Y enseguida reformulaba la pregunta: “¿Qué puede decir la novela que no puede decirse de otra manera?”. Para empezar las cosas, al operar desde la libertad intelectual –excepto cuando el intelectual está preso de una ideología, pero entonces deja de ser intelectual–, el novelista no está sujeto a las mismas ataduras que el político, el periodista o el juez. Pero esto no distinguiría a un novelista de un historiador. ¿Entonces? Entonces, he aquí la imaginación: “La imaginación –afirma Fuentes– es el nombre del conocimiento en literatura y en arte. Quien solo acumula datos veristas jamás podrá mostrarnos, como Cervantes o como Kafka, la realidad no visible y sin embargo tan real como el árbol, la máquina o el cuerpo”. La imaginación es eso que se cuela por las fisuras del sistema: es la disidente, la fugitiva, la delatora.    

Vuelvo, pues, a la pregunta inicial, que inicia la novela y que inicia esta reflexión: ¿una novela sin ficción? ¿No es la ficción, precisamente, lo que define genuinamente a la novela? Una novela sin ficción sería como decir una noticia periodística sin verdad o un debate sin argumentos: ¿no derivaría ello en la muerte del periodismo y de la retórica? De hecho, las fakes news colocan, en la picota de la postverdad, al oficio periodístico en pleno, nada menos que eso. Y, de hecho, en el debate público las emociones han venido a sustituir a la razón, lo que pone en jaque no ya al debate, sino incluso a algo más cercano: el diálogo cotidiano. Turbio destino el de nuestras democracias si los medios informativos no pueden ejercer el control sobre la política y se extermina la posibilidad del debate de ideas.

¿De qué está hecha la novela, toda novela? Sin duda, de palabras. Es lo que de forma más palpable distingue a la realidad de la ficción. Pero asimismo el manejo del tiempo, que en una relación novelística no tiene por qué ceñirse a la cronología de los hechos. Es lo que sucede, sin ir más lejos, en Una novela criminal, donde las analepsis y prolepsis se suceden, idas y venidas propias de la trama narrativa. Desde luego, la verosimilitud: porque una buena novela es una novela bien compuesta, quiere decirse verosímil, creíble. Una herramienta que no duda en usar Volpi en su indagación de la verdad del caso Cassez-Vallarta, sucedido en 2005: “Si bien me esforcé por contrastar y confirmar los testimonios contradictorios, muchas veces no me quedó otra salida que decantarme por la versión que juzgué más verosímil”, declara el escritor. Y, por último, como nos recuerda Carlos Fuentes, la imaginación, a la que, como no podía ser menos, recurre Volpi, según él mismo confiesa: “Para llenar los incontables vacíos o lagunas, en ocasiones me arriesgué a conjeturar –a imaginar– escenas o situaciones que carecen de sustento en documentos, pruebas o testimonios oficiales: cuando así ocurre, lo asiento de manera explícita”.

Pero, ¿acaso era necesaria esa “Advertencia” inicial donde el autor pareciera estar excusándose ante el lector por escribir una novela? ¿Es que el lector, con siglos a cuesta de lectura, por mucho que se le advierta no va a tomar Una novela criminal como lo que es, inscrito como está el género en el título mismo? Lo dijo Lakoff, y antes de Lakoff muchos otros, pero es de una lógica primaria: basta decir “no pienses en un elefante” para que no nos podamos quitar de encima el elefante. Intuyo –a menos que se trate todo de una ironía que se me escapa, o de un juego posmoderno: pero no lo creo– que Volpi ha querido resaltar de una manera exagerada, histriónica, el hecho de aclararle al lector que esta novela no es una invención, que es cosa seria, pues al autor le ha llevado tres largos años hacer acopio de toda la documentación, leerla, estudiarla, cotejarla, interrogarla. De manera que, parece, era importante para el escritor mexicano “evitar –como él mismo recalca en la ‘Advertencia’– que una ficción elaborada por mí pudiera ser confundida con las ficciones tramadas por las autoridades”.

Porque, eso sí es cierto, si bien no hay “novela sin ficción”, sí que las ficciones campan, hoy más que nunca, fuera de la novela: en los medios públicos y privados, en los discursos políticos, incluso en los libros de historia. Por no hablar de las redes sociales, convertidas en grandes almacenes de dudosas noticias, y más que noticias, rumores de todo pelaje. En sus ficciones distópicas, George Orwell previó, en la primera mitad del siglo pasado, que el uso perverso de la información, es decir la malversación de la verdad, sería la próxima gran tiranía. Y acertó con creces, alcanzando con la vista al siglo XXI.

 

Aníbal Salazar Anglada

Profesor del Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana de UNIBA. 

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